La Ñata en su baúl.
Fragmento.
Por: Cecilia Caicedo.
III
Conocí a la Ñata a las once de la mañana de un día lunes. Al amanecer había ensillado mi caballo sin más compañía que los trabajos del oficio, el afán inicial de la semana y el deseo que galopaba en mi sangre para emprender el viaje semanal que ya era rutinario. Hacía frío, pero un frío distinto. El viento helado y concentrado alentaba mis sentidos. Con diligencia y sin premura me enfundé en los zamarros de piel nueva, calcé las polainas de mi padre y juntando bocanadas de aire fresco saltamos el alazán y yo los cercos, las aldabas y las vedas bajo el cielo azul de la mañana.
Como todos los lunes, desde hacía un poco más de un año, viajaba hasta el poblado para comprar o vender el ganado de mi padre. Este lunes no estaba previsto ni el canje ni las ventas; quería saber de precios, de mercado, o tal vez y únicamente sólo deseaba oxigenar el alma.
Arreglé un poco más mi poncho nuevecito, mi nariz se hinchaba de ilusiones o de aire, el caballo galopaba y yo sentía que el tiempo sí pasaba; un segundo, un minuto y cada vez más aire, y unas cuantas gotas de rocío que llegaban a mis piernas traspasando el cuero del zamarro.
No pensaba en nada porque no tenía preocupaciones. Me bastaban mis manos y el trabajo, mis ganas de vivir, la fuerza del viento en mis mejillas y ese frío que estimulaba mis sentidos. De pronto estaba ahí en medio de la plaza. Una plaza indiana, grande y en cuadrícula. Dominada por una imperfecta catedral, reconstruida cuatro veces, después de otros cuantos terremotos.
«Caratar», decía la leyenda, embrujó el pueblo condenándolo a padecer los terremotos. Los indios diligentes, sumisos y creyentes reconstruían una y otra vez la catedral, costeada con las limosnas domingueras y los testamentos de beatíficas solteras que al clamor de las campanas celestiales e inspiradas por las mejillas rozagantes de los Frailes donaban sus haberes a la iglesia. Con reformas y enlucidos de estilos diferentes, la iglesia era el trasunto de la historia arquitectónica. El tesoro de la iglesia era una mampara que nunca nadie leía: «En mil ochocientos fijos mataron a los Clavijo». Y hacía esa iglesia, marchaba una muchacha. Se detuvo un instante, justo en la puerta a cuyo frente estaba la mampara que historiaba la rebeldía mestiza. Volteó brevemente la cabeza y retomó su camino al interior del templo.
La visión fugaz impresionó mis sentidos. Di vuelta a mi caballo, dos o tres diligencias rápidamente despachadas y volví a la plaza y a la iglesia. Me aposté enfrente de la puerta y la vi salir erguida, sin mirar a nadie y a ninguna parte, sólo a mí un breve instante. Y como en esos tiempos ni había presentaciones, ni clubes, ni nada parecido a lo que hoy tienen mis nietos y los hijos de mis nietos, desmonté del caballo y me le acerqué para robarle el corazón. No recuerdo haberle dicho nada, o tal vez hablé dos o tres cosas. Concertamos encontrarnos los lunes de mis viajes, hasta que un día llegué en domingo a las tres de la mañana, obligué al cura a bendecirnos, y a grupa de caballo me traje a la Ñata hasta mi casa.
Por qué fue ella y no otra me preguntan los hijos de mis hijos.
Sólo ella tenía la comprensión en la mirada, sólo ella igualaba el destino de mi raza, sólo ella y su pubis y su cuerpo. Sobre todo sólo ella, no, podría ser un paréntesis, un instante, un amorío. Y aunque me fue imposible descifrar su alma, su recóndita tristeza, la seguridad de su mirada, siempre la amé.
IV.
La Ñata debió ser rubia en su mocedad. De cabello ensortijado, lo mantuvo siempre largo recogiéndolo diariamente en una moña señorial. De buen tamaño y buen andar, parsimoniosa y distinguida atravesaba al amanecer las calles del pueblo para asistir ocasionalmente a misa. Una mantilla española cubría su cabeza y sin mirar a nadie en especial respondía al saludo matutino, sin más cortesía ni más palabras que las estrictamente necesarias.
Así la conoció el macho bravío que se acercó a su corazón montando un alazán al que acicateaba con sus viejos pero brillantes espolines. El era rudo, fuerte, bronceado por el sol y de buen ver. Por supuesto su color no lo alcanzó ni en las playas ni en balnearios porque en esos tiempos, para ellos, ni como palabras existían; su tez morena se fue haciendo lentamente al influjo del sol de tierra fría que quema con prisa y sin cuidado. Los segundos y los días transcurridos en el surco, amasando con sus manos la tierra y su fortuna, quemaron su piel pero no su corazón. Generoso a raudales fecundó la tierra ya todas las mozas campesinas que sucumbieron al derecho de pernada, ejercido por compadrazgo o simpatía, difícilmente por amor, sentimiento que reservó para su Ñata, a la que poseyó sólo después de desposarla en la misma iglesia a la que ella ocasionalmente asistía a misa.
Se casaron en secreto un domingo a las tres de la mañana el diez de mayo de 1905. A las tres y treinta minutos salían a grupa de caballo para el pueblo cercano en donde él sería el amo y señor.
Tras ellos quedaba el comentario, las razones infundadas, la comidilla matronera con los que trataba el pueblo de explicar por qué la Ñata, recatada y distinguida, se fugaba con el hermano de un demente y sin la suficiente honra para merecerla.
Su prima Rosita le llevó a la Ñata los comentarios minuciosamente detallados. Ella escuchó con complacencia bien disimulada y gustó de las consejas populares que explicaban su enlace, pero sobre todo paladeó los adjetivos, ponderosos para ella y denigrantes para el viejo, con que el pueblo adornó la historia de sus amores finalmente bendecidos.
Nunca discutió con Rosita las versiones; se limitó a escucharlas permitiendo que en sus labios se filtrara una ocasional sonrisa. No protestó, ni siquiera intentó defender al macho responsable que supo poseerla con ternura durante los sesenta o más años que vivieron juntos. Por eso el día en que el enfisema pulmonar se llevó al viejo para siempre, ella se recogió como una pasa fina y le rogó a su Dios, en quien había creído sin mucha convicción, que la llevara junto al viejo para trenzar sus manos en silencio, como lo habían hecho durante la última década: acurrucados, silenciosos, viendo pasar el tiempo con sus manos anudadas.
Porque a esa altura de sus vidas ya ni siquiera compartían sus recuerdos. Los hijos, los afnes cotidianos, las pasiones y el esfuerzo estaban tan lejos que parecían no pertenecerles. Solo el silencio compartido y el nudo pequeño de sus manos y el tiempo que pasaba lento y el mismo espacio y las mismas cosas y la misma casa vieja y las paredes desconchadas y el saludo de la empleada y la hijastra que esculcaba los arcones y la ruina que venía, pero no les preocupaba.
Permanecían juntos, apretujados, sus manos enlazadas. Cientos de arrugas pequeñitas, la piel de pergamino y el pelo ensortijado en trenzas delgaditas, traje negro humilde. El viejo vestía un poncho ya raído, los zapatos sin lustre y sin edad, su mano junto a ella, la mirada vidriosa y un pucho entre sus dedos que persistentemente llevaba hasta su boca, entre espasmos de tos y de ronquera.
Yo la conocí madura. Con mis primos, que eran tres muchachos desteñidos, nos propusimos espiar sus movimientos. Ella se mantenía inmóvil todo el tiempo.
Sentada en su cocina negra de hollín daba órdenes pausadas, repartía las viandas, primero el viejo, después nosotros, finalmente la peonada. El silencio era absoluto. Sólo el ruido de cucharas sobre platos y el desfile de los indios para repetir su ración diaria.
A mí me parecía inoficioso espiar, nada delataba nada. Nunca una palabra sospechosa, nunca una disputa, niunsiniunnó y nosotros queríamos saber si ella existía, si era una sombra, si podía pronunciar dos palabras juntas. Lo único vivaz era su mirada reposada, serena, vertical. Por eso siempre atendimos a sus ojos. Nunca se iluminaron en demasía, la exaltación o el desasosiego se transparentaban en un sutil reflejo.
Nosotros queríamos explicarnos qué hacía esa mujer para que todos la acataran; creíamos que el mundo entero la quería y que bastaba un solo movimiento de sus ojos y una tenue orden de sus labios para que corrieran los venados y el sol se desquiciara.
Cuando yo era maduro, cuarentón y con hijos, la tía Adela, vigorosa, fuerte, decidida, luchadora y combativa me contó que odió a la abuela con tanta fuerza que se le dañó el hígado ante la imposibilidad de confesar que le conocía el alma y sus secretos.
Mis ojos por fin se iluminaron. Tantos años de niño espiando los movimientos de la Ñata, mis primos ya habían muerto y yo por fin sabría cómo era la abuela —¡ Cuenta tía! ...
—Cuenta como era—.
Pero nada de importancia me dijo la tía Adela. Y mientras ella repetía hasta el cansancio que fue egoísta y posesiva, a mi me venía el recuerdo dulce de esa vieja, que envuelta en el humo de la leña repartía un rico arroz con leche. Y volví a encontrarla en mis recuerdos, lozana aún, compartiendo su vida con el viejo, ignorando las perradas que le hacían, cuidando la muchachita espuria que la llamaba madre y a quien ella trenzaba los cabellos.
Yo estuve enamorado de esa niña, era bonita, dos, tres arios mayor que yo. Jugábamos a casados o a caballos. Me gustaba más jugar a las carreras porque ella debía recorrer la sala llevándome a mí en ancas. Jineteaba yo, imitando al viejo con un pequeño fuetecillo acordonado azuzaba a mi potranca con cuidado. Después desensillaba y soltaba al animal, que corría presurosa a lavarse las rodillas y a alisarse las trenzas para ir hasta su escuela.
Y mientras la hija de la empleada aprendía a pronunciar las consonantes de rrrrrrosarrrrrriega las rrrrosas yo me aburrría con rabia el rrrrrrastrojo donde el abuelo guardaba las legumbres.
A los veinte años supe por Adela que mi potranca bonachona era también hija del abuelo y que ahora bien casada, cumplimentada y ricachona, era la única heredera de la Ñata que prefirió dejarle los últimos pesos de la hacienda a la hija del viejo y de su empleada movida por los susurros suplicantes del abuelo. Ni se opuso a la decisión de su marido, ni le dolió la preferencia. La Ñata había querido a mi potranca por la válida razón de llevar en su sangre el sello de su esposo y en sus facciones el tinte de su raza.
La Ñata aceptó todo. La pequeña huerta que ella había comprado con el dinero de la herencia de su padre la regaló a otro ilegítimo hijo de un fugaz polvo del abuelo en una india regordeta y de anchas nalgas.
Ni la Ñata fue tolerante o boba, ni mucho menos mala como la juzgaban algunas lenguas pudibundas que censuraban con epítetos la extraña relación de la pareja. Tratando de explicarme la conducta a todas luces complaciente de la Ñata con la infidelidad de su marido, su compadre Pedro Añasco me dijo en una ocasión que ella tenía la certeza de saberse amada y bien coñada; por eso en cada pliegue de su cara, en cada arruga y cada cana sopesó la envidia de las hembras timoratas y el poder del galope de un caballo que ya anciano despabiló sus bienes en cuartillas entre todos los hijos del rebaño que formaron indiadas redimidas en el orgullo del patriarca envejecido que consoló a la Ñata rozándole una mano con cuidado.