Textos del autor

El contador de cuentos

(Texto completo)

 

Por José Chalarca

 

Era alto, enjuto, de tez morena y pálida. Se llamaba Miguel Calderón, trabajador de campo, hombre sencillo y simple. Llegaba siempre a nuestra casa y nosotros celebrábamos alborozados sus visitas porque era un extraordinario contador de cuentos. Las sesiones se hacían en la cocina y duraban hasta tres noches por cuento. Miguel poseía una manera exquisita de narrar. Cargaba siempre con su tiple para acompañarse cuando el cuento incluía una canción. Entre los muchos cuentos que le escuché sólo recuerdo con claridad uno: "El Árbol que canta y ríe; el agua que salta y brinca y el pájaro que habla". No se -y tampoco me he tomado el trabajo de averiguarlo- si su texto pertenece al acervo de alguna literatura en particular y si cometo algún plagio al escribirlo, pero no resisto la tentación de hacerla en homenaje a Miguel Calderón y a mi madre que tuvo la gentileza de recordarme las partes que tenia olvidadas:

-Había una vez tres princesas, muy hermosas las tres, que estaban enamoradas de un rey vecino suyo que se había quedado viudo. Cierto día el rey, durante una partida de caza llegó hasta el patio del castillo de las tres princesas. Estas, cuando lo supieron cerca, exclamaron desde sus aposentos sin dejarse ver pero si oír, la una después de la otra: Si el rey se casara conmigo, dijo la mayor -le regalarla una camisa con una puntada de oro. La princesa que seguía en edad dijo por su parte: Si el rey se casara conmigo yo le darla una camisa con dos puntadas de oro. La menor de las tres y lo más graciosa habló la última y dijo: Si el rey se casara conmigo, yo le daría cuatro hijos, tres niños y una niña. Cada uno de ellos tendría una estrella resplandeciente sobre su frente y los piojos que le sacaran a la niña serían todos diamantes y rubíes.

El rey se fue intrigado a su palacio y se hizo el propósito de visitar al día siguiente a las princesas. Y así lo hizo. Cuando tuvo a las tres muchachas delante de si las interrogó sobre lo que habían hablado en la tarde del día anterior. Ninguna se atrevía a contestar, hasta que la mediana respondiendo a su natural locuacidad habló por la mayor.

Verá su majestad, mi hermana mayor decía que si su sacarriad majestad se casara con ella le regalarla una camisa con una puntada de oro. -Y tú qué dijiste-, preguntó de nuevo el rey a la muchacha.

Mi hermana -respondió la mayor- ha dicho que si se casa con ella le dará una camisa con dos puntadas de oro. Y tú -se dirigió luego el rey a la menor.

-Volvió a hablar la mediana -Mi hermana ha ofrecido que si vuestra majestad se desposa con ella, le dará cuatro hijos: tres niños y una niña, los cuatro con sendas estrellas en su frente y que los piojos que le salgan a la niña, serán todos diamantes y rubíes.

Con ella me caso -exclamó el rey- y ha de ser mañana mismo.

La boda tuvo lugar en medio de real boato y trajo para la recién desposada la envidia y la malquerencia de sus dos hermanas. En vísperas de llegar el primer hijo las hermanas se presentaron ante el rey su cuñado y le pidieron la gracia de cuidar de su esposa durante el parto a lo que el rey accedió sin réplica.

Cuando la criatura nació con estrella y todo, tal como lo había prometido, las envidiosas hermanas llamaron a una hechicera su amiga, que con el pie borró la estrella de la frente del infante al que arrojaron después a la basura. En su lugar colocaron en el cuarto de la parturienta una horrenda lechuza.

El rey llegó a conocer su primogénito y las envidiosas hermanas le respondieron enseñándole el fruto de su amor: esa lo que tuvo fue esta lechuza. Enfurecido el rey se abalanzó espada en mano sobre la esposa que se abrazó a sus rodillas hecha un mar de lágrimas y promesas. El rey la perdonó. El año siguiente las hermanas volvieron por la reina al tiempo del segundo parto y se ofrecieron a cuidarla. Llamaron de nuevo a la hechicera que por igual procedimiento borró la estrella de la frente del recién nacido al que hicieron seguir el mismo camino que al anterior. En su lugar colocaron un gato.

Al enterarse del suceso el rey estalló en cólera y casi mata a la infeliz reina. Al tercer año, las muy perversas hermanas valiéndose del mismo artificio de los años anteriores, reemplazaron al recién nacido por un sapo. Al cuarto embarazo nació la niña, que cambiaron por un lagarto.

El rey no pudo contener más su rabia y ordenó que echaran a la muy desgraciada reina a un corral de zainos salvajes que su servidumbre cebaba para las cacerías reales. El rey resolvió casarse entonces con la mayor de las hermanas.

Ocurrió que una humilde mujer que vivía de lavar ropas ajenas recogió a los cuatro niños a los cuales crió con mucho amor. Los diamantes y rubíes que extraía de la cabeza de la niña, los fue guardando en un cofre. La buena mujer murió y los cuatro jóvenes quedaron dueños de la humilde choza.

Un buen día pasó por la vivienda de los olvidados hijos del rey la bruja que recién nacidos había borrado de su frente las estrellas. Estaba sola en casa la niña y se entretenía en cuidar un hermosísimo jardín.

La bruja se dirigió a la incógnita princesa para decirle:

-Tu jardín es muy bello pero... -Pero qué -respondió intrigada la jovencita.-Pero -dijo la bruja- le faltan tres cosas.

-Qué cosas, dime buena mujer. -A tu jardín le falta, para ser el más hermoso de todos los jardines, el árbol que canta y ríe, el agua que salta y el pájaro que habla. La bruja se marchó y la princesita se quedó sumida en la tristeza de tener un jardín incompleto. Tan pronto llegaron sus hermanos les contó lo sucedido y les manifestó sus ansias de hacerse con las tres cosas que hacían falta a su jardín.

El mayor de los hermanos llamado Gualberto, se ofreció para ir en busca de los preciados tesoros.

La hermana preparó comida para tres días y Gualberto partió el día siguiente apenas despuntó el alba. Al tercer día de camino, cuando ya empezaba a anochecer, llegó a la cabaña de un ermitaño y le pidió posada.

El ermitaño estaba enfermo y hambriento y pidió a Gualberto le diera algo de comer. Este se negó diciendo que sólo traía los alimentos precisos para la jornada de regreso y que no podía correr el riesgo de morirse de hambre en el camino.

Insensible a la necesidad del viejo salió a la mañana siguiente en busca de los encargos para su hermana. Después de cuatro horas de camino, Gualberto llegó al pie de una montaña llena de estatuas en cuya cima vio los codiciados árbol, pájaro y fuente saltarina.

Apenas inició el ascenso, empezó a escuchar risas, lamentos, gritos y cantos; el cielo se llenó de relámpagos y el ambiente todo se tornó macabro. A poco de caminar el joven aventurero picado por la curiosidad volvió su rostro atrás y de inmediato quedó convertido en estatua.

Vencido el plazo que Gualberto había fijado para su regreso, los hermanos empezaron a inquietarse y después de muchas deliberaciones, Bruno, que era el segundo, tomó la decisión de marchar en busca del hermano mayor.

Encaminó sus pasos por el mismo sendero que siguiera Gualberto hasta llegar a la choza del anacoreta al que con dureza igual a la de su hermano negó todo socorro. Corrió la misma suerte.

Le correspondió entonces el turno a Gustavo, el menor de los hombres, quien, suficientemente provisto de viandas, salió a la búsqueda de sus dos hermanos. Llegó al igual que ellos a la casita del ermitaño y conmovido por su estado de postración, lo bañó, le cortó la barba y las uñas, le dio luego de comer en abundancia y afable y locuaz el contó la causa de su travesía.

El anciano en señal de gratitud le indicó la forma de lograr su propósito previniéndole de los muchos peligros que tenia la montaña encantada. Le entregó unos tapones especiales para los oídos, le dio un frasquito y le indicó la forma de proceder:

-Cortarás primero una ramita del árbol que canta y ríe; luego echarás en el frasco un poco del agua de la fuente que salta. En uno de los brazos del árbol encontrarás el pájaro que habla, que empezará a insultarte tan pronto te vea. Con la ramita le darás entonces un ligero golpe en las patas y el pájaro saltará de inmediato a tus hombros. Gustavo procedió en todo de acuerdo a las instrucciones del anciano y cuando tuvo en su poder lo que habla ido a buscar, emprendió el descenso de las montañas. Al percatarse de las estatuas recordó la fórmula que le habla dado el viejecito para deshacer el encantamiento. Mojó la rama del árbol en el agua del frasquito y comenzó a golpearlas una por una. Tan pronto las estatuas fueron tocadas por las ramitas recobraron de inmediato las figuras de las personas que habían sido y se deshacían en agradecimientos a su joven libertador.

Rodeado de una muchedumbre que lo aclamaba y acompañado de sus dos hermanos, Gustavo culminó el descenso de la montaña que se había ido desapareciendo a medida que la iban dejando atrás.

Llegados a la casa y en atención a las instrucciones que le diera el bondadoso asceta, procedió a sembrar en el jardín la ramita que de inmediato se convirtió en frondoso árbol que entonaba una tras otra melodiosas canciones y reía en los intervalos con argentinas carcajadas.

Un día el rey les anunció visita. Muy confundido Gustavo comentó al pájaro y le interrogó sobre la manera de proceder ya que él no entendía nada de protocolo y de las maneras de atender al Monarca y a su séquito.

El animal le respondió:

-No te preocupes. Deja la casa como está. Para la comida prepara solamente un pan muy grande que rellenarás con los rubíes y los diamantes que tiene tu hermana guardados en el cofre del armario. A mí, me colocas en el centro de la mesa.

Y llegó el rey con su esposa la reina y su dama de confianza que era nadie menos que la bruja desalmada, quien al ver en el jardín el árbol que canta y ríe, la fuente saltarina y sobre la mesa el pájaro maravilloso, dijo a su ama por lo bajo:

-Ahora sí nos llevó el diablo señora... nos llevó el diablo.

Los hermanos pidieron a sus regios visitantes sentarse a manteles. El rey malhumorado increpó a sus anfitriones por la presencia de un animal sobre la mesa. Su exasperación llegó al máximo cuando al partir el pan se topó con los diamantes y los rubíes.

-Ustedes se burlan de mí, dijo el rey, al tiempo que golpeaba con fuerza sobre la mesa. Intervino el pájaro en defensa de sus jóvenes amos:

-Grandísimo papanatas, dijo el animal, te hablan con palabras claras y tú no quieres entender. Estos muchachos son los hijos de tu primer matrimonio. Y diciendo y haciendo voló y tocó con su pico las frentes de los cuatro jóvenes y al punto resplandeció en ellas una estrella fulgurante. Tu esposa se mantiene viva todavía comiendo de los desperdicios que le arrojan a tus zainos. ¿Seguirás ahora ciego y sordo?

Consternado el rey ordenó a su guardia prender a la reina y a su dama. Decretó para ellas la pena de muerte por el suplicio de los potros sin domar. Acompañado de sus hijos se fue al palacio y mandó traer a la reina mártir que falleció a los pocos días. El mismo no pudo sobrevivir por mucho tiempo, pues lo mató la pena moral...

Los cuentos de Miguel Calderón nunca terminaban bien, jamás tenían un final feliz. Y estoy por creer que tampoco su vida lo tuvo. Años después, cuando yo estaba en los umbrales de la adolescencia, Miguel Calderón llegó a nuestra casa. Venia con su mujer y seis o siete muchachitos que eran juntos toda una corte de los milagros. Había un ciego, otro con el cuerpo invadido de llagas y los otros entecos y mal formados por la más absoluta desnutrición. Duraron poco, estaban sólo de paso, de huida de la miseria, en tránsito hacia una incierta tierra prometida. Creo que el pobre Miguel habrá muerto ya desposeído de su profesión de fabulador por arte de la televisión y cansado de sacar de las cabezas de sus hijos muchos piojos que nunca fueron más que despreciables piojos.

Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 10:14 AM
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