Textos del autor Roberto Vélez Correa

Profanadores de tumbas de papel

 (El caso de Bernardo Arias Trujillo)

 

 22 de mayo de 1942, 5:00 a.m,

 4 de marzo de 1938, 2:00 p. m

 

Para retroceder en el tiempo el auto conducido por el médico poeta, la promesa frustrada de los grecoquimbayas, corrió veloz por la estrecha calle principal La Esponsión, denominada así por un pacto de honor entre gladiadores de las guerras civiles finiseculares. La armadura de su carrocería de Ford viejo estaba templada por el orgullo de la revolución industrial. La armadura del caballero al volante estaba blindada por la dulce anestesia de la morfina. La velocidad y la imprudencia se aliaron para ofrecer una imagen de bólido en barrido que reconfortó los sentidos de los pocos noctámbulos y madrugadores de aquel 22 de mayo de 1942 que se vieron morbosamente estimulados por el espectáculo del coche que raudo e incontenible fue a dar de frente para enquistarse en el pedestal de ferro concreto que sostenía la indiferencia jurídica del General Santander.

 

Cuántas imágenes pasaron por la mente del galeno vencido por el alcohol y los barbitúricos. Fue la cámara rápida de su último film que le proyectó a sus aristocráticos recuerdos los momentos impecables de su presencia de dandy, de hombre culto y diletante de las lenguas muertas, de cuyos intersticios de lenguaje extraía sus versos para deslumbrar a su generación. "Gemelo de Alberto Ángel Montoya y sus aristocráticas languideces", al médico y poeta Jaime Robledo Uribe le cantó la inefable Blanca Isaza: "Lo que nos hiere es su vida rota contra el acantilado de bronce procero". Una espesa nube de humo gris que salía del carburador rompió la neblina de las cinco de la mañana y se elevó para nimbar de indiferencia el adusto rostro en bronce de Santander, testigo callado del accidente.

 

Luego de cuatro largos años, mientras "su automóvil azul y plata iba raudo con el silencioso galope de sus caballos de fuerza", el intelectual recuperó los momentos en que asistió en su lecho de enfermo al escritor, su amigo, Bernardo Arias Trujillo. En la caja de resonancia íntima de su mente, donde se hace trizas el tiempo, empezó a cuajar el mensaje que más tarde le dirigiría a su padre: "Su complejo sexual que lo estaba llevando a crueles ángulos de misantropía, por su lado, y de aislamiento, por parte de la sociedad" Primero el llamado desesperado, colindante con la histeria natural, de su hermana Lucía. Luego, la carrera loca de su sangre ante el presentimiento de la hora definitiva. Como médico y como hombre de letras, Jaime Robledo Uribe intuía en los emisarios de los enfermos la gravedad o no de su estado. La voz trémula, cargada de una rara intuición de la cual no era consciente, le transmitió la crisis vital. El insigne escritor vivía sus últimas horas de una agonía que había comenzado desde la infancia en medio de una familia donde la tradición estaba escrita en los altares del cristianismo y de la moral patriarcal. La hiperestesia del joven Bernardo, desde cuando se confesó diferente, en sexo, en carácter, en su independencia conceptual, fue el lastre que atormentó al lector compulsivo que vio arder sus libros favoritos en el patio de su provincia Manzanares, quemados por el fuego tonante de su drástico padre. El Arias Trujillo panfletario, el liberal radical, el insobornable; la piedra en el zapato de la sociedad de una Manizales que pujaba por abandonar su concha de aldea grande para apostarle a la metrópolis.

 

Jaime Robledo Uribe era "Avaro de altura y de carnes. Sobre el rostro fino y pálido la nariz era un garfio ilustre. Hidalgos la cabeza y el gesto. Procesional el paso y el ademán... era un divino caballero olvidado por su Greco" (Encontró el cronista en sus consultas en los archivos de La Patria, 26 de mayo de 1942, la caracterización del columnista Fabio Vásquez). Vestido de paño inglés a rayas y sombrero Stetson, Jaime tomó su maletín con el fonendoscopio y el equipo de órganos de los sentidos para auscultar a su amigo. Luego de estacionar su auto en la esquina de la carrera 25 con calle 22, se apeó del vehículo para observar la casona  de  estilo  europeo  donde tantas veces se había reunido con el intelectual para departir en la discreción de su habitación sorbos de anís y toques de morfina   como    ritual   previo  para  invocar a los dioses grecolatinos, único conjuro posible que espantaba los vulgares ausencia de estirpe y dignidad en la sangre.

 

Primero vio la reja importada de Londres que separaba el jardín de la calle como un foso metálico del breve castillo urbano. Antes de traspasar el andén sintió en su hombro el brazo regordete de Gustavo Larrea que había también acudido al histérico llamado. Al correr el pasador de la verja, el sonido metálico despertó la quietud que alentaba dentro de la casona. De inmediato se abrió la puerta de entrada y apareció en el umbral la hermana del escritor con su mirada enrojecida y el pecho crecido en la voluptuosidad de la tragedia inminente. "Siga doctor Robledo, por favor". Musitó envolviendo su angustia en la esperanza que ofrece la visita del médico de familia. El recién llegado apenas respingó bajo   el   peso   de  la  responsabilidad  que la   temblorosa     mujer   le    descargaba, pero decidido a no dejar notar sus dudas y presentimientos, subió las escalas de madera en cedro que conducían al segundo piso donde se ubicaba el lecho del enfermo.

 

En el vano del cuarto una oleada de vapores confundidos entre el alcohol antiséptico y la bencina golpeó su olfato zalamero, mas asintió benevolente al comprender los esfuerzos desesperados de los familiares por aplicar los primeros auxilios al agonizante. Fue, sin embargo, esa nube la que lo obnubiló y confundió, pues las imágenes que recibieron sus retinas fueron muy distintas al diagnóstico telefónico de la hermana. La escena fue difuminada por los argumentos esgrimidos por la historia, la leyenda y el diagnóstico. Primero vio cómo el todavía joven Bernardo colgaba del nudo de su corbata.  Su  cuerpo  se   balanceaba grotesca y   miserablemente,   quitándole   grandeza al   otrora   gentleman   de   vestir impecable y  gesto  gallardo afín a la conciencia honesta y combativa del libelista y abogado.

 

El impacto de miseria de aquel muñeco impúdico le dolió profundamente al galeno quien de inmediato pasó la mano por sus ojos para disipar las tinieblas y obligar a la mirada de su razón ver otra imagen que lo despertara de la pesadilla.

 

El importador de sardinas, el ecuatoriano Don Gustavo Larrea, quien se le unió en la verja, permaneció adusto frente al espectáculo macabro. Por instantes, los mensajes mentales se cruzaron para correr a descender el cuerpo inerte del literato y posarlo piadosamente sobre el lecho. Todo fue en una exhalación la cinta de la película corrió alocada para que el doctor Jaime Robledo Uribe cambiara de locación y se encontrara donde debía encontrarse. O sea, al lado del inconsciente hombre de letras que  aún daba muestras de actividad interior, a pesar de que las fuerza de su organismo empezaban a abandonarlo. El intenso morado de su cara y la presión de los glóbulos oculares sobre los párpados cerrados, daban razón de dolor físico y de la locura existencial que acosan a quienes definen sus horas de agonía.

 

Aseguró el cronista: "Sobre la mesita de noche del doctor Arias Trujillo aparecía abierto el último libro que estaba leyendo, titulado Cristóbal Colón de Jacobo Wasermann. Tenía subrayada con lápiz la siguiente frase: 'nunca supo quien era sólo supo quien quería ser'". El amigo médico, el colega del esteticismo decadente no pudo reconocer las palabras que los reporteros recogieron esa tarde del ajado tomo de Wasermann. Ya las había leído en su franca sonrisa de hombre de leyes y de letras, templado por el rigor al rojo vivo de la intolerancia social que lo rodeaba. No tuvo tiempo de reconocerse en los espejos de arena donde se acicalaba el bigote y se afeitaba todas las mañanas; pero, sí impulsar su fogoso espíritu de artista de la palabra hacia los confines de la tragedia donde se vuelven inmortales los descendientes de los dioses.

 

Sigiloso, poseído por la serenidad que da el trato diario con las formas y matices del arte, el maestro Gonzalo Quintero, pasó adentro para tomar la mascarilla del notable intelectual. Entre tanto, Jaime y Gustavo inquirieron en gesto mudo a la hermana del escritor sobre los antecedentes de su estado. Lucía sintió el taladro de la pregunta hurgar en las fibras más sensibles de su cuerpo. Del impacto retrocedió como si una fuerza desconocida la acosara para terminar sentada en el sofá de la salita de estar. A su lado se sentaron los amigos de Bernardo en espera de la confesión que requerían ansiosos, como si el saber los motivos y los antecedentes tuvieran el poder de resucitar, o al menos aliviar el mutuo dolor por la pérdida irreparable.

 

No sé. No entiendo. De pronto se puso grave y empezó a delirar. Sus palabras salieron a torrentes de sus labios acosados por la fiebre. Creí escucharle las mejores páginas de su Diccionario de emociones, las de Josefina Dugand, algunos retablos del libertador y desde luego, estampas del Valle del Risaralda, en especial sobre La Canchelo y su enamorado. Sólo que en vez de Juan Manuel Vallejo se confundió y puso a su amigo... Hernando Gómez Uribe. Problemas de la fiebre doctor, usted me entiende. La razón se obnubila, hay desvaríos, nada de coordinación. Cómo me duele saber que está muerto, que apenas ha expirado después de repetir trozos de sus páginas inconfundibles. También le oí recitar párrafos de la Apología de Sócrates. Se los sabía de memoria y últimamente volvía sobre ese discurso. "Con todo dinos, Méleto ¿de qué manera dices que pervierto a los jóvenes? ¿No es evidente, según la acusación que has redactado, que los pervierto enseñándoles a no creer en los dioses en quienes cree la ciudad, sino en otros demonios nuevos? ¿No dices que, enseñándoles esto, es como los pervierto?" (intrusión del autor testaferro que pone en el pensamiento del doctor Robledo la evocación de este fragmento de la Apología de Sócrates). No sé por qué, pero pienso, y discúlpenme si me atrevo a interpretar, que Bernardo se estaba bebiendo su propia dosis de cicuta frente a la incomprensión de sus enemigos. Acaso el General Barrera le dije yo y él me respondió entonces que a ese gamonal no le temía, que le tenía más respeto y pavor al fantasma de Clímaco Villegas cuyo vil asesinato no pudo cobrar en los estrados de la justicia. Se sentía en deuda de honor con su memoria, a pesar de su valentía como Juez que condenó al Coronel liberal, sin importarle que era de su mismo partido. Claro, todos sabíamos del coraje de Bernardo, ni siquiera los jerarcas de su movimiento escaparon a su vitriolo crítico.

 

El éxito de Arias Trujillo por su novela Risaralda aún despertaba la mirada de admiración que le brindan los transeúntes a las estrellas, a los que se congracian con la fama. Mientras caminaba por La Esponsión hacia el Parque Caldas, de vez en cuando no podía evitar sentir la vanidad que corría como un cosquilleo sobre su fuerte nuca cuando descubría que era reconocido, identificado como el famoso y polémico editorialista y el columnista de los diarios El Universal y La Patria, además de ser el novelista que salía comentado en los exigentes suplementos literarios de la prensa capitalina. Su reto era ganarle la carrera a sus contemporáneos jugándosela en los casinos del prestigio como lo eran las grandes capitales del mundo. Abandonar la capital caldense que aún trataba de quitarse de encima la concha del tradicionalismo para igualarse a las metrópolis: Buenos Aires, Londres y hasta París. Por qué no Madrid o Barcelona para recorrer la ruta de misterio de su amigo Federico García Lorca, en quien encontró la solidaridad que se afianza en lo inconfesable compartido. Del escritor de provincia tendrían que acordarse algún día sus coterráneos, pues el futuro literario, la consagración, el reconocimiento, el lugar en la historia, estaban en las grandes editoriales que ponían a acezar sus impresoras y a caldear en los linotipos los hijos de fuego de los escritores.

 

El cronista de la historia trata de inmiscuirse entre aquel fatídico 3 de marzo de 1938, pero para lograr su objetivo de escrutador de pergaminos empolvados, tiene que dar el mismo salto que dio la conciencia del raudo caballero al volante, de aquella alma que corría frenética al encuentro con la muerte.

 

Y no sabe lo que pierde de objetividad por carecer de las habilidades narrativas de la omnisciencia o por no alcanzar la iluminación suficiente para interpretar la mirada alelada, las manos crispadas sobre el timón y el pie derecho tensionado sobre el acelerador de aquel auto que aún permanece indemne en aquel segmento congelado del epílogo de esta historia. No fue él, el historiador, uno de los amantes de la madrugada que presenció el ramalazo de luz y el estruendo metálico posterior, cuando el galeno se estrelló con la vida, luego de una noche de bohemia. Tuvo que aguardar varios años, décadas inclusive para que surgiera como del cubilete del mago el hombre adecuado para recoger los hilos del episodio.

 

Sí, el testimonio era de primera mano; no así el testigo, un poco vaciado, no viciado, por los pliegues del tiempo que alcanzan a arrugar también las circunvoluciones del cerebro. Pero, nada que rejuvenezca más la memoria (una forma eufemística de decir: nada que estimule más la imaginación) que la posibilidad de ser el dueño de una historia. El poder del narrador, del dictador de palabras, del usurpador del "verbo se hizo carne".

 

Por supuesto, yo fui el primero que lo vio al doctor Robledo y quien iba a creer que ellos también se murieran, envuelto en la chatarra en que quedó convertido su auto luego del choque. Alcanzó a sobrevivir, es decir, no murió ahí mismito, señor. Pero, nadie se percató ni la policía ni las ambulancias llegaron a tiempo. Se desangró en medio del tremendo susto que nos llevamos con semejante impacto. Fue horrible. Todavía me acuerdo. Pobrecito el doctor, era tan respetado entre los de la jay. Y al otro día, según la prensa, dizque también era escritor, como el gran Bernardo, ese sí reconocido, el gran paladín del glorioso partido liberal, el del Viejo López que en paz descanse también. Ah, no de esa muerte si yo no supe nada. Lo que se dijo por ahí, que dizque una sobredosis de morfina o heroína; otros que se ahorcó porque no soportaba más su... perdóneme profesor, mariconería. Aunque otros dijeron que era porque su regreso a Buenos Aires estaba medio envolatado después de su actuación en el caso del General Barrera a quien acusó y quiso enviar al pote. No sé. Cosas y asuntos de los grandes, allá ellos, como los bueyes solos bien se lamban. Fueron dos pérdidas valiosas, las del escritor Arias Trujillo y a los cuatro años, la de su médico y amigo. Óigame, veo que su interés está más por el primer personaje y no por el doctor o acaso...

 

Bueno, sí. Del asiento sacaron un portafolios que contenía unos documentos o manuscritos, qué sé yo, donde el doctor Robledo, hijo del prohombre Emilio Robledo, el exgobernador de Caldas, dizque tenía escritas unas historias o memorias, da lo mismo, creo. Allí, se dijo mucho, estaban sus poemas ("Cultivó el verso más que por afición estilística por desahogo sentimental" -pensamiento del cronista-) y dizque una historia inventada, como una novela o un cuento, sobre lo que significó para él su generación, los amigos que lo acompañaban en sus charlas. Tertulias se llaman, no. Bueno. Eso. El señor Zapata, el de la tipografía que sacaba libros de sus amigos, dizque se apoderó de los originales para publicarlos. Dicen que el portafolios le fue robado de su auto en un descuido mientras asistía a misa en la Catedral y desde entonces nada se sabe de los famosos manuscritos del doctor Robledo Uribe. ¿Sabe una cosa profesor? Esto que le cuento me hace acordar de la muerte de otro gran escritor, aunque yo no sé si el doctor lo sería, dicen que sus poemas eran demasiado zalameros o alambicados, según uno de mis sobrinos que se las da de poeta y quiere aguantar hambre toda la vida estudiando Filosofía y Letras. Pues bien, retomo lo dicho, en 1960 dio mucho qué decir en los diarios, en La Patria salió, la muerte por un accidente automovilístico de Alberto Camus. ¿Camí?. Algo así, lo cierto fue que ahora resulta que luego de sus muchas otras obras le encontraron entre los fierros del automóvil del accidente unos legajos con su última novela. Usted se ha enterado de eso. Ya. Si, inconclusa. Mi sobrino es quien ha dado lata con el cuento y ya se la leyó. Se trata de su padre desde su origen en Argelia o algo así.

 

Bueno, como le venía diciendo, el portafolio fue robado del carrito del linotipista. ¿Editor? Está bien, perdone yo no sé mucho de eso. En todo caso, también se dijo por ahí que esos originales valiosos no se los robaron del carro, sino que fueron sustraídos y vendidos por el hermano calavera del doctor Zapata. Ah, ¿tampoco era doctor? No lo sabía. En fin. Y según las lenguas viperinas de la cuadra, de donde salió casi toda la legión de las hacedoras de empanadas que le colaboraron al padre Hoyos a construir la catedral ("¡La loa de la catedral!, página del médico, una de las alabanzas más hermosas a la basílica", interrumpe el hilo del relato en la mente del cronista-), pues parece ser que el mamotreto o lo que fuera aquello que encontraron adentro y que llevaba el día de su fallecimiento el médico, fue vendido a uno de los familiares de Bernardo Arias Trujillo, el liberalote, el escritor. ¿Y sabe por qué? Porque el doctor Robledo había escrito un cuento con la verdadera historia de la muerte del intelectual donde daba a saber sobre sus amores prohibidos, secretos pues. Y creo que hasta desvirtuaba la verdadera causa de su muerte que fue un suicidio y no el derrame cerebral que le contaron a la mano de curiosos que se agolparon aquella tarde en la carrera veinticinco. Grave, ¿no le parece? Esa familia tan encumbrada, tan de dedo parado, nunca pudo admitir que su pariente tuviera ciertas debilidades. Claro que a mí ni a nadie le consta, pero lo escrito, escrito está. Falta ver si es verdad. Si pudiéramos recuperar esos papeles. La verdadera historia está en esas páginas, si no es que las polillas o la humedad las ha acabado.

 

Mire, yo sé que la cosa de la muerte del escritor causó un revuelo tremendo, incluso hasta  en  Bogotá  donde  estudió Derecho. Fue  mucha  la  prensa  que le gastaron durante ese año y el siguiente. Hasta la Asamblea se pronunció y ordenó que volvieran a publicar sus libros. ¿Serán esos que ve uno por ahí de Bedout? Hasta en la calle se encuentran y baratísimos. En fin, profe, con respecto al accidente del doctor Robledo si fue más discreto, como que le echaron tierra al motivo de su muerte que según afirman los que saben, se debió al    vicio, porque era adicto a una droga pesada, de ricos, ni siquiera mariguana como ahora. Aunque también ahora las clases de arriba meten yerba que da miedo, es como la ensalada cuando están tristes. Usted sabe o se imagina, cuando un poderoso muere, la discreción, el silencio, la tapadera; en cambio, si es un pobre diablo, ya verá usted. La escandalera con el otro escritor fue porque de alguna manera le dio papaya a la oligarquía que se desquitó luego de haber recibido palo parejo del señorito Arias Trujillo que era un látigo con su pluma.

 

***

 

Marzo  4  de  1938  y 22 de mayo de 1942, dos   fechas   del   calendario   que  empiezan a   fundirse   una   con   otra  cuando  el galeno   cegado  por  la neblina  de los neuro-bloqueadores insiste en dirigir los faros de su coche hacia la silueta de bronce y altanería jurídica que lo invita a que se unan estatua y hombre en un solo abrazo.Por un instante un espadazo de viento cortó la niebla sobre la cabeza erguida del General y en su lugar apareció la pálida mascarilla que moldeó del intelectual el maestro Quintero, el fundador de Bellas Artes. Pero, aquel rostro rescatado del yeso le sonreía sobre el pedestal. El Bernardo Arias Trujillo de bigote firme, masculino, de nariz aguileña, marcada por la decisión y la dentadura blanca sobresalieron de las sombras en una invitación a la tertulia eterna donde todavía faltarían Silvio Villegas, Femando Londoño Londoño, Antonio Álvarez Restrepo, el patriarca colonizador del Valle del Risaralda Francisco Jaramillo Ochoa y sus hijos los gobernadores y poetas.

 

En el fragor de los últimos y raudos instantes, Jaime Robledo Uribe no pudo discernir la verdad sobre la muerte de su amigo; sólo aceptando su invitación a la tertulia definitiva, sabría la verdad inconfesable que en vida su intuición de médico cirujano siempre sospechó. Pero, el saber la verdad y no tener a quien transmitírsela significaba una inmensa frustración. Esas ganas tan grandes de dar a conocer a los otros los secretos escandalosos, pero con la certeza del testigo histórico, no con las grandes dudas que surgen de las inferencias, de las deducciones lógicas. A su lado, alcanzó a acariciar su sagrada versión sobre la muerte de su amigo. La verdad que adoptó aquella tarde cuando la imagen del soldado de Wooldridge parecía asistir al traductor de su balada en la misma escena macabra del colgamiento o la de la sobredosis del barbitúrico, elíxir de los poetas decadentes de su tiempo. Todo menos la versión piadosa del accidente cerebrovascular que sólo lograba calmar la conciencia y escondía los calores del pudor familiar. La mano acariciadora del portafolios volvió al volante para apretarlo con la fuerza del instante final cuando traspasó el umbral del cuarto del inmolado hombre de letras en la soberbia casona de los Michaeles.

 

En la escritura quedó consignada la imagen que el doctor Robledo decantó en aquellos largos años de espera inútil a una señal que lo autorizara para revelar su verdad. A pesar de los grandes sufrimientos de la agonía: "Rotos los órganos vitales, tuvo aún coraje para dirigirse a lentos pasos hacia su morada próxima". El portafolios con los papeles de Robledo Uribe, contemporáneo de Bernardo Arias Trujillo, pues había nacido el mismo 1903, quedó a un lado del asiento maltrecho del Ford. De ahí fue tomado por el mecenas de su generación el editor Arturo Zapata dispuesto a invertir después de la muerte con la certeza que lo había hecho en lo mejor de la vida.

 

La carta que el médico escritor le envió a su padre el exgobernador Emilio Robledo añade tintes de drama y ambigüedad:Arias Trujillo se fue por la borda. El golpe lo dio con morfina en una dosis tan maciza que cuando el médico llegó no había posibilidad de hacer nada. Ya había puesto los dos pies en los estribos de la muerte. El médico fui yo, y yo mismo le llevé al sacerdote para que lo absolviera.

 

"La vida de los grandes poetas fue siempre oscurecida por la fatalidad" le alcanzó a escribir el piedracielista Carlos Martín en su "Esquela tardía". Pero, las afirmaciones del médico amigo tampoco despejan las dudas sobre el instrumento adoptado por el escritor para acelerar su eutanasia personal; al fin y al cabo, ¿qué importa si fue por una sobredosis, el lazo de su corbata o la angustia agolpada en su cerebro que hizo explosión en sus delicadas venas?. La alharaca por los motivos últimos no alcanza a borrar las profundas huellas dejadas por el verbo rasgado del tenaz intelectual y ante todo el impacto señero de su estilo.

 

Sin embargo, nos alienta una implacable curiosidad: conocer las páginas del galeno sobre la vida de su amigo, vivir más de cerca hasta recuperar los "ayes" de su atormentado espíritu, los gritos de sus furias, la ternura escondida de su estirpe, la ambición de inmortalidad que se jugó en la literatura. Es la novela inédita y perdida, quién sabe dónde, del médico y poeta Jaime Robledo Uribe la que empieza a buscar este cronista entre los vericuetos de la sociedad manizalita que después de sesenta años mira con curiosidad su ayer, donde Bernardo Arias Trujillo es apenas un inquietante, aunque ilustre antepasado.

 

He preguntado a sus amigos sobrevivientes sobre la posible existencia de la obra inédita y ninguna pista me han dado. Inclusive, hasta se han mostrado sorprendidos con la supuesta novela apócrifa, pues luego de su fallecimiento, circularon noticias sobre originales del mismo Bernardo acerca de un libro de ensayos y de una novela sobre el café, mas nadie da razón. Para agotar recursos, visité en Bogotá, ahora Santafé, al exministro de Hacienda y único contemporáneo de Bernardo que aún vive, el doctor Antonio Álvarez Restrepo. En verdad que sentí cierta reverencia mágica al contemplar la efigie latente de quien estuvo al lado del inteligérrimo escritor. Bernardo tuviera dos o tres años más que el venerable anciano y entonces me pregunté que habría sido de su trayectoria personal y literaria de haber llegado hasta aquí, al borde del siglo XX. Quise imaginármelo sentado, junto al prohombre, en la misma sala del exministro; de pronto, exiliado de sus pasiones políticas, reconciliado con la vida y cargado de pergaminos: una especie de gloria nacional, reconocido escritor en el exterior,   traducido  a  mil  idiomas, Premio Príncipe de Asturias, Reina Sofía, Cervantes,    Rómulo    Gallegos,   qué   sé yo, fogueado en cientos de simposios, entrevistado hasta la saciedad, renegado de las Academias de la Lengua, paradigma de las nuevas generaciones. Pero, el doctor Álvarez Restrepo tenía la vista agotada. La luz de sus retinas apenas le era suficiente para otear el paso de las imágenes más familiares y cotidianas; su oído tampoco estaba dispuesto a receptar palabras y oraciones inquirientes sobre un pasado que había sepultado en los ajetreos de su vida política y económica. Sin embargo, la sola mención de su amigo Bernardo Arias Trujillo pareció rejuvenecer su mirada y hasta las arrugas de su rostro templaron sus pliegues. Se trató de una estela fugaz, como un cometa que pasa raudo por el firmamento estrellado y deja la promesa de regresar dentro de otros cien o más años. Desde luego, para el doctor Álvarez Restrepo esta luz ya no regresaría.

 

Fue inútil todo intento de penetrar en los baúles más queridos del estadista. Así lo comprendí y de inmediato cancelé toda opción de hallar en él a un testigo de excepción. Fue entonces cuando anhelé haber llegado antes de la muerte de Silvio Villegas, con él habría sin duda obtenido un verdadero tesoro testimonial y hasta la posibilidad de la novela esclarecedora de la turbulenta vida del autor de Risaralda, habría sido innecesaria. Tuve pues que volver a consultar al anciano jubilado que me narrara la noche del accidente del médico poeta, aquella fatídica madrugada del 22 de mayo de 1942. Había que escuchar con detenimiento y perspicacia su crónica personal del insuceso para ver si era posible rescatar alguna otra pista.

 

Ponga cuidado profesor. Lo que le conté del accidente fue exacto y no crea que las brumas de mi memoria me engañan. Si algo recuerdo con precisión fue el accidente que mojó tanta prensa e hizo tanta alharaca en la radio en los días siguientes. El portafolios pasó de mano en mano y la última fue la familia del occiso, de Bernardo, quiero decir, la que quedó con ella, la novela mencionada. Se la compró al botaratas hermano del linotipista Arturo Zapata. Bueno, editor, pues. Ahora, es preciso admitir mi querido profesor que posiblemente en el portafolios no existiera ninguna obra de esa clase. Después de todo, un médico carga cantidad de formularios, historias clínicas, facturas, exámenes de laboratorio de sus pacientes y un centenar de carajadas más. Lo de la novela fue discutido en aquellos días por los enemigos o rivales del editor, pues según dijeron era su forma de promocionar la salida al mercado de libros que resultaban más enigmáticos por la expectativa que les creaba que por su contenido. Eso dicen o afirmó mucha gente, lo cual no entendí a mis escasos dieciocho años y porque siempre he sido   un   ignorante  en  esas  materias. Pero, ¿no cree usted que a lo mejorno existió la bendita novela? Los hombres importantes dejan a su muerte demasiados comentarios, exagerados los más. Y así hubiera sido escritor, no sé. Me late que le está dando mucha importancia a lo que no la tiene. A propósito, estuve hablando con mi sobrino, el estudiante de Filosofía y Letras y como él anda enterado de los últimos chismes de la parroquia me comentó de una novela sobre Arias Trujillo escrita por el mexicano Eduardo García Aguilar. ¿Cómo?, ¿no es mexicano?, ¿colombiano y de Manizales me dice? Vaya sorpresa. Lo tomé de manito por lo del segundo apellido. Usted sabe, los famosos charros de la canción y del cine mexicanos, Luis y Tony Aguilar. Disculpe mi descache, no tengo por qué saber tanta minucia. Si profesor, es esa la obra del.... ¿además manizaleño?... El viaje triunfal, donde el personaje central es un tal Arnaldo Faría Utrillo. Ya ve usted cómo se parecen las cosas. Allí dizque hay mucha violencia, droga, nostalgia, viajes, vanguardia y mil carajadas más. Pero, nada que esclarezca la muerte de su investigado. Difícil que así sea puesto que mi sobrino habla de una tal parodia homenaje acerca de los últimos poetas de la bohemia o vanguardia latinoamericana. ¿No será que el tal García Aguilar terminó por conocer y fusilar la envolatada novela del médico?. Si, si, perdone mi osadía, acepto que es otra cosa. Espere, ahora que me acuerdo sí hay un detalle que nos puede dar la pista. A la casa de los familiares de Arias Trujillo fue un intelectual, de esos acuciosos e hiperkinéticos, que se mueven con ansiedad y rapidez como si les fueran a cerrar las puertas de la vida ("Todas nuestras lecturas eran precipitadas como si se fueran a cerrar las bibliotecas", recordó el cronista que escribió Silvio Villegas). En todo caso, ese personaje,  de  una inteligencia excepcional y una labia envolvente, adhesiva, me contaron, como que engrupió a los Arias y Trujillo para pasar varias tardes en los archivos del extinto. Me imagino que tuvo la ocasión de apropiarse de muchos materiales inéditos y novedosos. La sobrina del escritor se estuvo lamentando por la ingenuidad que cometieron por haber dejado ingresar al santuario de su biblioteca a semejante comadreja de la literatura. Sinceramente, creo que fueron muchas las páginas y hasta la bendita novela lo que sustrajo el hombrecito ese. Porque qué más, querido profesor.

 

La desilusión invadió el ánimo avizor de este cronista cuando identificó al personaje. No cabía ninguna duda de la cleptomanía literaria del intelectual descrito por mi fuente, el jubilado. Sus argucias, sinuosidad y poder de convicción eran armas mortales frente a la dulzura y a la claridad de alma de doña Leonor y su esposo. A partir de esta declaración me quedó la certeza de que si alguna vez había existido la novela del médico Jaime Robledo Uribe y si ésta había ido a parar a los archivos de los herederos del escritor, era seguro que las ambiciosas garras del intelectual la habían sustraído para una posible subasta que lo sacara de las afugias económicas en que vivía o simplemente para aliviar su afán de protagonismo. Hildebrando Gaspar era un auténtico saqueador de tumbas textuales, un aprovechado de sus tesoros que cuando no encontraba nada de valor era capaz de convertirlo en precioso, con tal de sacar jugo de su "descubrimiento". El desmedido afán de figurar, de pasar a la historia como busca talentos, de ser siempre el primero en las conclusiones, de ser el dueño de las ideas brillantes, todo esto y muchos otros delirios de grandeza, habían hecho del personaje a un ser incómodo entre los círculos intelectuales y académicos de la ciudad. Consciente del grave riesgo en que había quedado el, ese sí preciado tesoro de la novela escrita antes de 1942 unos meses  después del fallecimiento del autor de Por los caminos de Sodoma, resolví acudir donde doña Leonor, aun cuando siempre me había abstenido de hacerlo, dada su talla moral.

 

Me recibió con esa amabilidad que abruma, dotada de todo el peso de su voluminosa anatomía de mujer ennoblecida por los años. Doña Leonor era de aquellas damas a quienes dirigirnos obliga a serios ejercicios diplomáticos sobre la manera de abordarla. Fui acogido por la noble pareja de artistas, doña Leonor y su esposo Gilberto, quienes me dispensaron con su animada charla un cálido ambiente de tertulia, cuando presentía la fría distancia que crea la curiosidad malsana que siempre ha rodeado los asuntos de su famoso antepasado. De pronto me sentí estimulado por la ola positiva  del  calor de hogar hasta el punto de  entender  por  qué  la  chimenea de la sala comedor del matrimonio permanecía apagada sin que nadie la extrañase. No obstante, aquel positivo ambiente empezó a intimidarme con respecto al motivo central de mi visita. Los escrúpulos y cierto remordimiento por una actitud, quizás oportunista, me hicieron cosquillas y empecé a perder el control de la conversación.

 

Sin embargo, don Gilberto, el esposo de la sobrina del escritor, sin expresarlo abiertamente, comprendió el trance de incomodidad que me acosaba. Sin duda ambos eran conocedores de mis últimas pesquisas historiográficas acerca del perínclito intelectual de principios de siglo. Fue así como de rondón introdujo el tema:

 

"Y bien profesor Castaño, ¿cómo van sus indagaciones acerca de nuestro querido Bernardo?".

 

La confianza estaba dada en la forma como me lanzó la pregunta. Por eso me dispuse a seguir el hilo de su interés que era, desde luego, el mío intensificado por la ignorancia obvia que trataba de despejar a través de mis investigaciones. A pesar de todo, nada pude deducir de las primeras informaciones y de la breve visita que me permitieron al estudio donde reposaban los documentos, manuscritos y lo que quedaba de la biblioteca del novelista, hasta que...

 

"Por aquí estuvo rebrujando los papeles de Arias, el señor Gaspar. Ninguna pera en dulce el amigo ése. Su petulancia y pretensión de ser el único digno de acceder al conocimiento sobre la vida y obra de Bernardo nos fastidió. No se imagina cuánto. Nos vimos en la obligación por decencia de aguantarnos su verborrea imparable y sobre todo, sus tesis extravagantes acerca de la época y de las supuestas claves que poseía para descifrar los misterios de su personalidad y según él, el origen de su voluntad de estilo. Tonterías de críticos y filósofos. Lo único que sí nos gustó de él fue su rechazo radical, el cual compartimos, de vincular la obra con la vida sexual del autor. Mire profesor Castalio, aunque para nadie es un misterio las debilidades íntimas de Bernardo, ya es hora de centrarnos en lo que fue, un artista, todo un señor del lenguaje y de la imaginación. Creemos que de su generación, incluida la de los grecolatinos conservadores, fue el mejor exponente literario.¿Qué interés puede tener para la interpretación de su obra el homosexualismo? Ninguno. Ganas de explotar malsanamente las vetas de escándalo que rodean la existencia de una persona, de un ser humano al que no se puede descalificar por sus tendencias sexuales. Lo trascendental y espero que esté de acuerdo con nosotros, es la calidad de su obra que aún conmueve la sensibilidad después de sesenta años de muerto. Por eso, le permitimos al señor Gaspar que saciara su curiosidad en el archivo personal del escritor. Claro que nos equivocamos. No sabíamos de su rapacidad” ¿Rapacidad?

 

Al notar mi repentina curiosidad, don Gilberto se sintió incómodo y miró alarmado a su esposa quien también había respingado. Algo no estaba bien en el mudo acuerdo de su fidelidad verbal. El artista corrigió:

 

"Me refiero a los documentos que nos pudo haber sustraído del archivo sin que nos diéramos cuenta. Desafortunadamente no tuvimos la precaución de hacer un inventario previo a su visita y este olvido o falta de prudencia, creemos, o más bien creo yo, porque Leonor es un alma de Dios. Confía en todo el mundo. Ni siquiera da crédito a los rumores que existen sobre la voracidad textual del Hildebrando ése. Para mi esposa, qué le vamos a hacer, toda la humanidad es buena por naturaleza. Sin embargo, vea usted amigo profesor cómo yo si no soy tan ingenuo. Estoy convencido que el tal Gaspar tomó para su archivo personal documentos valiosos. Lástima que no podamos saberlo con certeza, aunque tenemos una idea general del contenido del archivo y en esto usted sí podría ayudarnos a saberlo y por qué no darse el caso de un reclamo".

 

Por supuesto, asentí a su oferta con mayor entusiasmo del adecuado para las circunstancias. Ello me dio la confianza para preguntar:

 

¿Y qué hay de sus novelas primigenias? Tengo por entendido que hasta existió una acerca de sus últimos días escrita por el médico Robledo Uribe. ¿Qué hay de cierto? ¿Existe en realidad o son puras imaginerías?.

 

Don Gilberto se mostró molesto. Sin necesidad, como señal inequívoca de su incomodidad, se revolvió en el sillón. Miró a su esposa, quien permaneció tranquila. Luego dijo:

 

"Claro, la novela del poeta hijo del gobernador.     Nosotros     la   recuperamos -accedió no sin esfuerzo-. Mire, en aquel portafolios se encuentra intacta, tal como la recibimos de Arturo Zapata. La nobleza del editor no tenía límites, prefirió legársela a la familia antes que publicarla, siendo que su éxito estaba garantizado por ser quien había sido, tanto su autor como el personaje. A nadie le hemos permitido tocarla siquiera. Leonor pasa junto al portafolios y apenas sí lo toca para quitarle el polvo, con reverencia, como un ritual de cariño y respeto hacia su tío ilustre. En cuanto a esa novela profesor, le pedimos que por favor no la revise. Déjela como está, virgen después de más de medio siglo cuando la encontraron dentro del "pájaro azul", el auto del médico Robledo Uribe".

 

No cabía de la emoción al saber que por fin había hallado la magnífica obra del doctor Robledo donde se hacía un retrato de los últimos momentos del escritor Bernardo Arias Trujillo. Era como si estuviera frente al Santo Grial o el tesoro de Nefertiti. Miré arrobado hacia el rincón del anaquel donde estaba el portafolios maltratado por el polvo de los años y suspiré sintiéndome privilegiado, a las puertas de un descubrimiento que cambiaría la historia o reforzaría la leyenda acerca del esteta grecolatino. No paraba mi sangre de golpear las paredes de mi pecho cuando advertí que doña Leonor se había dormido en su sillón. Su esposo me pidió un comprensivo silencio y tomándome del brazo me invitó a retirarme. En la puerta sus palabras dieron un giro radical a mi optimismo.

 

"Guárdeme el secreto profesor, pero el portafolios está vacío. Leonor lo ignora y quiero que conserve la ilusión de su contenido. Nada que empuje más a la mentira piadosa que el dictamen de desahucio de un consejo de médicos".



Texto tomado de: VÉLEZ CORREA, Roberto. Los suicidas de la palabra. Manizales: Centro Editorial Universidad de Caldas, 1999

Última actualización: Miercoles, Abril 15, 2015 10:40 AM
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