En la ciudad, las letras
Fragmento de Memoria de mis días
Vivíamos en la 8ª con 23, al frente de donde hoy se ubica el Diario del Otún. Pereira era muy pequeña y el complejo urbano apenas lo conformaban casas de uno o dos pisos, de manera que un avión pequeño podía perfectamente maniobrar muy bajo. Las construcciones majestuosas eran la Catedral, el Gran Hotel y un edificio nacional, donde funcionaba el tribunal, juzgados y los correos, y el edificio de la 8ª con 19, donde por mucho tiempo se localizó la Colombiana de Seguros. El edificio de la Alcaldía lo estaban haciendo apenas. Lo demás eran ranchos. A partir de ese momento empieza todo un despliegue urbanístico, si así se puede decir, de la ciudad, que hasta ese momento estaba concentrada sólo en el centro, y las familias (Currutacas, como dicen en Buenos Aires, las que son tradicionales, las más adineradas) vivían en pleno centro, cuyo perímetro se extendía entre la 22 ó 23 con 6ª y hasta la 16 con 6ª. Tenía 3 años entonces y recuerdo que mi papá llegó preguntando por mí y me dijo: “Camine a ver, que van a tirar a un hombre de un avión”. Era en realidad un muñeco, pero yo no lo sabía. Me llevó hasta la 20 con 8ª. Había mucha gente, pues era el 30 de agosto, el día tradicional y clásico de la ciudad. Mi padre me aseguró en su cuello y vi cómo un avión estaba dando círculos, volando muy bajo y desde allí tiraron un muñeco de trapo, a quien las gentes apodaron “mazamorro arepo”. Era un muñeco de la estatura normal de un hombre, y cayó en la casa de don Roberto Marulanda, uno de los hombres más ricos e influyentes de la ciudad, pues llegó incluso a gobernador y ministro de Estado dos veces. Ahí, en una de las casas más prestigiosas, fue a parar ese muñeco.
Tenía seis años cuando mi papá empezó a comprarme una revista chilena muy famosa que se llamaba El Peneca. Allí empecé a leer. De hecho ya sabía leer cuando entré a la escuela, porque mi madre se empeñó en el asunto. Quisieron inscribirme en una institución y por mi corta edad, según disposiciones del gobierno, aún no podía cursar el primero. Estábamos por esa época en Belén de Umbría. A raíz de que el maestro Guillermo Santacoloma no permitió mi ingreso a su establecimiento educativo, mi padre llamó a un peluquero para que su señora Tránsito Arroyave, que había sido maestra, pusiera un kinder financiado por mi padre. Allí estuve pocos meses. Apareció en el escenario mi tío Ricardo, de profesión abogado, quien se enfrentó con el maestro. Éste seguía empecinado en que a mí me faltaban cuatro meses de edad para empezar a cursar el primero y me tío lo conminó: “Al que le faltan cuatro meses para estar en este puesto es a usted sino me obedece ya. Basta con hacer una llamada”. De inmediato me recibieron.
La revista traía series y allí leí por primera vez a Robinson Crusoe. Me gustaba tanto eso, la aventura del hombre aquel que en una isla desierta domestica una cabra, siempre con un loro en el hombro. Después vine a entender que ese destino también es un símbolo de la soledad, del hombre en estado de naturaleza, según Rousseau. Le dije a mi papá que quería leerme un libro y me dijo: “Hay un hombre que le dicen “Cristo Viejo”, se llama Gerardo Arias, él tiene unos libros y los alquila a 50 centavos la semana. Dígale que se los enseñe”. Don Gerardo me instruyó en su catálogo y lo primero que me alquiló fue El Conde de Montecristo. Ese fue el primer libro que leí. Aún me sé de memoria muchos fragmentos y jamás podré olvidar su trama. Luego vendrían otros autores, cuando inicié mi bachillerato en Manizales, entre ellos Vargas Vila, un escritor repudiado y cuyos libros papá los quemó con el argumento de que “ese hombre no es católico”. De modo que lo que podíamos leer en casa era la obra de Isaacs, María, leída en voz alta por una de mis hermanas, mientras todos llorábamos. Luego me dieron a leer el libro El Mártir del Gólgota, escrito por un tipo que se llamaba Rafael Pérez, una estupidez de libro.
Mi padre era muy inteligente, un hombre de pueblo y aunque no era una persona ilustrada, sí tenía mucho sentido de las cosas. Recuerdo que tenía diez años cuando un avión chocó en Nueva York con el edificio del Empire State. Yo no podía entender cómo un avión podía chocar contra una casa. Entonces él me explicó: “Esta casa de nosotros tiene dos pisos, pero en Estados Unidos hay unas casas que no tienen dos, sino cuatro, ocho, nueve y hay unas que tienen mucho más de cincuenta pisos. Luego, son edificaciones muy altas”. Así comprendía las cosas más difíciles. Cuando yo llegué la primera vez a Nueva York, lo primero que hice fue ir a ver el edificio, y aún hoy voy a visitarlo. Es el edificio de mi padre. Me paro siempre al frente, a verlo mover, porque uno tiene la sensación de que se mueve y se va a caer, y es simplemente la altura, tal vez el movimiento y el paso de las nubes los que producen ese efecto.
En 1941, estaba yo pequeño, me llevaron a Belén de Umbría porque allá vivía aún el abuelo materno. En este pueblo estuvimos dos o tres años y allí estudié los primeros años de la primaria. En Pereira hice 4º y 5º de escuela primaria en el Instituto Caldas, bajo la tutela de don Juan Suárez. Luego estuve en Manizales en el Instituto Universitario, que era un colegio grande e importante, con una tradición que se inició en 1914. De ese colegio egresaron una serie de individuos ilustres, una generación anterior a la mía, por supuesto. Del Instituto Universitario es Alzate Avendaño, Fernando y Jorge Mario Eastman, Pablo Oliveros y otros más. De allá ha egresado gente muy importante y muy bien instruida; en esa época había un pensum educativo en la secundaria que incluía el estudio de unas materias de carácter obligatorio. Había que cursar el inglés, el francés y aprender raí- ces griegas y latinas. Teníamos excelentes maestros. Manizales era el Meridiano de la cultura y la educación en aquellos tiempos era exigente. Recuerdo a don Andrés Trejos, padre de Bernardo Trejos Arcila, escritor. Recuerdo también al filósofo Rogelio Escobar Ángel y al maestro Hernando Muquini, gran poeta, profesor de literatura. La enseñanza entonces era memorística y el que perdiera tan sólo una materia perdía el año. De todos modos eso correspondía a lo habitual en esos tiempos.
Estuve en el Instituto hasta quinto año de bachillerato y luego mi papá, que era clarividente, dijo que yo tenía que salir bachiller de Bogotá, porque un bachiller de pueblo no pegaba en la capital. Me fui para Bogota y allá terminé el bachillerato en el Gimnasio Universitario.
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