Donde quiera que exista una fuente de poder no tarda en formarse un cartel dispuesto a controlarla, por las buenas o por las malas, para dirigirla en su propio beneficio.
“La corrupción es inherente a la condición humana”, dijo un cruce de filósofo y presidiario colombiano de apellido Nule. Es improbable que el sujeto en cuestión haya leído a San Agustín, pero es conocido que su familia de políticos y empresarios se enriqueció en buena medida gracias a sus contratos con el Estado, modalidad que en el tercer mundo constituye un camino expedito para el tránsito del patrimonio público a las arcas privadas. La cita vino a cuento en medio de la conversación con un amigo teólogo recién desempacado de Roma. Impaciente por mi incapacidad para comprender el misterio de la santísima trinidad y del catenaccio en el fútbol el hombre, buen jesuita como es, optó por el camino del medio, se echó un buen trago de vino tinto al coleto y propuso hablar de las mafias, carteles y cofradías que desde el comienzo de los tiempos se organizan para controlar el mundo.
Su salida me sirvió de pretexto para soltar una vieja inquietud que ronda la herejía en una familia de católicos, apostólicos y paisas como la mía: en realidad el Pedro del Antiguo Testamento no fue un humilde pescador. Era el jefe del cartel del pescado en el área de influencia del mar de Galilea. De otra manera no se explica que un líder de multitudes tan brillante como Cristo lo escogiera para fundar una religión con pretensiones universales, o globales, como dicen los profetas del siglo XXI. “Pedro, tu eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”, es la frase citada por esos formidables cronistas y poetas que son los evangelistas, sobre todo Marcos, que en asuntos de símiles y metáforas sabía tanto como un bardo del Siglo de Oro español. Pedro era quien imponía los precios, fijaba cuotas de compras y ponía las condiciones del mercado, le expliqué a mi interlocutor que, atacado por una risa nerviosa, apuró de un trago el resto de la botella de Casillero del Diablo y se dispuso a destapar la siguiente.
El asunto es sencillo: donde quiera que exista una fuente de poder no tarda en formarse un cartel dispuesto a controlarla, por las buenas o por las malas, para dirigirla en su propio beneficio. Cuando son ilegales, esos grupos se llaman mafias a secas. Entre ellas, las que recrea Mario Puzzo en sus novelas son apenas las más recientes. Si funcionan amparadas por la ley reciben el nombre de Estado, academia, magistratura o lo que se les antoje a sus creadores. Por supuesto, siempre habrá de por medio una causa noble que justifique las tropelías. Si creen que exagero, remítanse a las componendas que rodearon la recién horneada reforma a la justicia o al más distante ejemplo del retoque a un “articulito” de la Constitución que permitió la reelección de un redentor forjado a la medida de la angustia de los colombianos. Todo fue legal, lo que no significa en sí mismo una garantía: uno no puede confundir lo que está bien con lo que le conviene. Pero tampoco es necesario ir tan lejos.Basta con aproximarse a los cenáculos académicos para hacerse a una idea. Mientras los cofrades citan a Aristóteles, a Habermas a Morín o algún otro gurú recién inventado, en el salón contiguo se hacen los negocios para los nombramientos de profesores, los viajes, las pasantías y las publicaciones que conforman todo ese entramado de poder. Magister dixit, es la consigna.
Podríamos seguir enumerando hasta el infinito: El cartel del sexo, del deporte, de la política, de la prensa, de la salvación eterna. Hace poco me abordó en la calle un cruce de yuppie y pastor que se ofreció a salvar mi mal reputada alma por una tarifa redimible en cómodas cuotas mensuales, como si se tratara de una nevera No Frost, una Blackberry o un televisor de plasma. A propósito: no hemos hablado del cartel de la tecnología, que en principio vendió la idea de Internet como el reino recuperado de la libertad y ahora se dispone a cobrar el menor suspiro de sus usuarios.
Bastante achispado por el vino que se bebió sin consideración por su prójimo, mi contertulio se levantó de pronto, preocupado por los efectos que esa conversación sobre pescadores y carteles pudiera tener en su futuro eclesiástico. Para calmarlo, le juré por la memoria de mi abuela Ana María, conocedora como pocos de los códigos del cartel de la familia, que ni aún bajo tortura revelaría su identidad. Al menos he conseguido llegar al final de este relato sin violar el juramento.