Rodolfo Jaramillo Ángel
El cronista “Este era el escritor y labriego Rodolfo Jaramillo Ángel. […] Era el viejo Rodolfo, con sus hondas, maliciosas y alegres arrugas que parecían labradas a buril delgado, erguido, vital. Llevaba su única corbata, la de los domingos. Una prenda algo vistosa pero de buena calidad y, para asombro mío, pasablemente anudada al tendinoso pescuezo. Pues hay que saber que Rodolfo —el gran Rodolfo cuyo corazón se ha detenido intempestivamente— era un campesino próspero. Buen relator de su tierra y su gente, aunque su taquilla de autor hubiera sido siempre avara”. Valgan estas palabras de Adel López Gómez para iniciar una semblanza del escritor calarqueño como “relator de su tierra y su gente”, es decir, como cronista.
El escritor Umberto Senegal, sobrino de Jaramillo Ángel, refirió estas palabras que no distan mucho de las citadas:
Con una sonrisa dibujada en el rostro, desplegaba un humor que podía ir desde lo más popular hasta lo más refinado. Poseía el arte de escuchar y valorar las historias de las personas, tanto como el don para descifrar las circunstancias históricas de su ciudad, Calarcá, en el habla de la gente: la materia fundacional de sus crónicas. Así, la prostituta, el tendero, la matrona, el transeúnte desprevenido, le brindaban, más que sus historias, la suma de la Historia de la ciudad.
Trabajaba mañana, tarde y noche en su máquina de escribir, corrigiendo y creando, lucubrando y atisbando en las rendijas que suele abrir la realidad, para penetrar en la raigambre de los moradores, como él mismo llamaba a los calarqueños. Apoyaba y valoraba el trabajo de los jóvenes con inquietudes literarias; en suma: un hombre bondadoso en todos los sentidos que comporta la palabra.
En conclusión, fue un cronista que supo vivir primero su ciudad para después contarla.
Como lo señala Senegal, Jaramillo Ángel escribía desde lo popular. Las crónicas surgen del trasegar por las calles, descorriendo el velo cotidiano de la cortesía, pulsando el ritmo de los nervios temporales, en los caminos, en la gente taciturna que les da sentido con su paso lento. Así, recreándose en esas otras voces, alimenta la suya propia, la de las anécdotas, que no son otra cosa que las voces de Calarcá, la presencia popular como testimonio de vida e historia.
En “Calarcá en la imaginación histórica de Rodolfo y Humberto Jaramillo Ángel”, riguroso estudio sobre los dos hermanos escritores, Carlos A. Castrillón nos dice: La presencia de lo popular y el humor son rasgos característicos del anecdotario. Lo primero tiene que ver con los personajes, el desarrollo de la cotidianidad y los sucesos y lugares significativos. Los primeros delitos, los locos y bobos del pueblo, las prostitutas, la bohemia, las festividades populares, los oficios, la religiosidad, los sitios de esparcimiento, etc., muestran una aldea en sorprendente dinamismo cultural.
También, quizá sin proponérselo, encontró lo mítico. Lo popular, el humor y lo mítico, que alimentaron parte de su obra, sobre todo sus crónicas, valen para decir que Rodolfo Jaramillo Ángel fue uno de los que mejor retrató la idiosincrasia de su región: al leerlo, nos descubrimos en nuestras raíces, encontramos al hombre marchando al compás de sus más primitivas razones, y nos damos cuenta de que lo provinciano es lo que nos sustenta, nos descifra y nos significa; nos damos cuenta de que, para decirlo con el título de uno de los más célebres ensayos de Cesare Pavese, “sin provincianos una literatura no tiene nervio” (1930). La crónica es el nervio de la región; el cronista, el corazón de ese nervio.