La guerra se había desencadenado. Las advertencias de los pacifistas nunca se tuvieron en cuenta. Jeremías Anderson fue el único sobreviviente del submarino nuclear de los ejércitos del norte. Recorrían los primeros glaciares antárticos cuando el motor falló y él, gracias a su fortaleza, logró emerger a las heladas aguas de la superficie y encontrar refugio en ese pequeño islote, que durante ocho meses del año estaba cubierto por una nieve espesa.
Aprendió a sobrevivir por su conocimiento de los antiguos esquimales. Construyó un Iglú, sabía hacer un hueco en el hielo y cazar peces con un arpón improvisado hecho con su navaja y el cepillo de dientes. La carne cruda también se digería bien en su estómago de guerrero.
El primer año confió en que sería rescatado y envió durante todas las noches señales electromagnéticas con su reloj de pulsera. No eran épocas para náufragos, ni islas desiertas, pues los satélites artificiales eran capaces de rastrear, desde el espacio, hasta el calor corporal de una hormiga o un ciempiés. Cuando cumplió los cinco años en esa inmensa soledad blanca, pensó que los enemigos habían ganado la guerra y, por ello, lo abandonaron a su suerte. A los diez años se cansó de mandar las señales y en un acto de desespero tiró el reloj al agua, a sabiendas de que sus pilas atómicas nunca dejarían de funcionar. A los quince años comenzó a olvidar su nombre y a veces se quedaba dormido fuera del Iglú, pero su cuerpo se había habituado a las temperaturas bajo cero y la sensación de frío era un vago recuerdo en su mente.
Una mañana, del año veinticuatro de soledad, vislumbró en el agua una botella flotando hacía la orilla. Con excitación recogió el envase que reconoció como el recipiente de su marca de cerveza favorita y lloró como nunca lo hizo siendo adulto. Luego, se le ocurrió que si toda la tecnología le había fallado, enviaría un mensaje en la botella como en los tiempos de los antepasados. Utilizó la punta del arpón a manera de pluma y con la tinta de su sangre borroneó el mensaje en un pedazo de la tela de su camisa deshilachada. Allí especificó las coordenadas exactas de la ubicación del islote, dadas por su microcomputador de bolsillo.
Luego arrojó la botella con toda su esperanza, se arrodilló en la nieve y, por primera vez, le imploró a un Dios en el que nunca creyó. A los treinta años decidió no volver a mirar el mar. Casi nunca salía del Iglú, comía, de vez en cuando, restos de pescado de meses o años. La barba le llegaba a los tobillos. Sus uñas eran tan gruesas como las garras de un oso y los pelos del pecho y de las piernas le habían crecido como si fuese un simio. A los cuarenta años tomó una resolución: dejaría de contar los días, los meses, los años. Una tarde, ya no supo de qué tiempo, volvió a ver, por casualidad, el brillo inconfundible entre las olas. Con indiferencia y dificultad cogió la misma botella tirada por él. Dentro había un pedazo de papel, no era la tela. Con sorpresa, todavía humana, abrió los ojos semiciegos y leyó: "He recibido tu mensaje. La catástrofe nuclear ha destruido todas las ciudades de la civilización y, al parecer, soy la única que ha sobrevivido. Soy joven, a pesar de que la radiación me hace ver como una vieja desdentada, sin piel y sin cabello. Quisiera ir a tu encuentro e intentar reanudar la estirpe de la humanidad. Pero creo que me es imposible. Tengo un pésimo sentido de la orientación y además nunca aprendí a nadar. Sólo me resta contestar a tu mensaje y que la botella reconozca el camino de regreso, Julie". Jeremías Anderson graznó y sintiéndose un joven pelícano se clavó de cabeza al fondo de las aguas tranquilas, y gélidas, del océano polar.
Texto tomado de la Revista Aleph, Edición 139.
Director: Carlos-Enrique Ruiz. Manizales