Presentación de “Pedacitos de Historia”, de Lisímaco Salazar.
Texto leído por el escritor, investigador y comunicador Mauricio Ramírez Gómez durante la entrega del libro de crónicas “Pedacitos de historia”, el cual recoge parte de la obra inédita del escritor pereirano Lisímaco Salazar. El acto fue en la sala múltiple de la Biblioteca del Banco de la República.
El 16 de diciembre de 1929 falleció en Pereira Julio Cano Montoya, el poeta al que la ciudad adoptó como su primer cantor y al que le concedió el honor de componer la letra de su himno. Los pereiranos se sintieron por primera vez huérfanos y temerosos de ver marchitarse sus ideales estéticos. Así lo testimonia un artículo publicado en EL DIARIO, el 15 de enero de 1930, por alguien que firmaba como Jacinto Larra:
“El derrumbamiento total de nuestra cultura literaria, provocado con la muerte de Julio Cano y Eduardo Martínez, dio paso al verso rústico y gastado que dormía el sueño de la nada en los bufetes de los copleros. Estamos de capa caída y la literatura se desperfecciona cada día más como en aquellos tiempos en que escribía Luchini el bohemio y Enrique Panesso el desgarbado sonetista que actualmente es un cero en los recovecos de Calarcá. Nada más desconcertante que este avance melancólico de la producción bizantina que nos pueden ofrecer un comerciante de camiones, un modesto mecánico y un agricultor curtido al sol meridional de los trópicos en los cafetales de Huertas.
La necia vanidad de algunos residuos sociales los hace soñar con la gloria como si fuera tan fácil conquistarla. Y no pasarán de ser escritorzuelos puramente locales de una casta preagónica y anormal que se atormenta inútilmente ante el paso de la generación que triunfa; es desconsolador que medios como el nuestro de una sociedad preparada para la actividad literaria más intensa y brillante, se hallen dominados por cuatro o cinco temperamentos grotescos que viven en una orgía de vanidades”.
No es descabellado pensar que ese agricultor curtido al sol en los cafetales de Huertas, al que se refiere Larra, fuera Lisímaco Salazar Ruiz, nacido el 26 de mayo de 1899, fruto del matrimonio entre Braulio y Zoila Rosa, agricultores y vecinos de la vereda Laguneta, en cercanías de los límites entre Pereira y Armenia. Efectivamente, Lisímaco y su hermana mayor nacieron y se criaron en medio de este paisaje, hasta cuando contaron con edad suficiente para ingresar a la escuela y su madre los trasladó a la Villa de Cañarte. El edificio donde Lisímaco recibió sus primeras lecciones de don Policarpo Benítez quedaba en este mismo sitio donde hoy se encuentra el Banco de la República. No obstante, debido a la inadaptabilidad al clima del pueblo, los hermanitos Salazar Ruiz fueron regresados pronto a Laguneta, con lo cual vieron frustrada la posibilidad de continuar sus estudios.
Lisímaco fue un autodidacta, que se formó gracias a la lectura de los libros que encontró en la Biblioteca de don Clotario Sánchez, la primera pública que tuvo Pereira; así como gracias a los libros que le facilitaron su tío Alfredo Moreno y amigos como Clímaco Jaramillo, Emilio Correa Uribe e Ignacio Puerta. Gracias a este último aprendió el oficio de impresor en la Imprenta Nariño, donde conoció también a Benjamín Tejada Córdoba, quien elogió sus primeros versos.
Los poemas de Lisímaco Salazar, al igual que los de Luis Carlos González Mejía y Benjamín Baena Hoyos, eran de corte romántico, como los de sus antecesores. La distancia entre unos y otros está en que los jóvenes se aventuraron a describir de manera coloquial, en lenguaje vernáculo, la tierra, los sucesos, los personajes y las preocupaciones o despreocupaciones del pueblo que ansiaba convertirse en ciudad; mientras que para los pioneros, las montañas, los guaduales, el pueblo en formación y sus habitantes no constituían escenarios y tramas dignas de inspirar gran literatura. Escuchemos, al respecto, el testimonio del poeta Eduardo Martínez Villegas, tomado de Bien Social, el 23 de abril de 1919:
“No puede negarse que nuestro ambiente es impropicio para el desarrollo sentimental y el gusto estético del poeta. La carencia de paisajes, el mercantilismo exagerado, las dificultades para efectuar los cuotidianos paseos con los que se renuevan las perspectivas y el espíritu se amplía e indispensables para aquellos que beben de la Naturaleza, a grandes sorbos, el alimento de la fantasía como al torrental, el agua pura bebe el sediento caminante: el poeta, ese caminante del ideal, el bohemio de un país desconocido que dijera Jorge Mateus, bebe con delirio en los rojos crepúsculos, en las aguas serenas, en el silencio de la media noche y en el ritmo de toda naturaleza el licor vivificante que le da vida a sus ilusionadas ensoñaciones”
Para los pereiranos de comienzos de los años 30, embebidos en el sueño de hacer del terruño una ciudad prodigio, era más estimulante escuchar los versos de esos poetas que hacían soñar con la mitología griega y las ciudades europeas, que las voces de estos hombres, semejantes a arrieros hiperbólicos, que parecían salidos de las novelas de Tomás Carrasquilla.
Lisímaco Salazar antecede a Luis Carlos González, con quien lo unió una entrañable amistad. En una carta, don Luis Carlos confiesa que Lisímaco fue el maestro consultor de sus primeros versos para las letras de molde. El pecado de este último fue no refrendar su influencia en el panorama literario de los años 30 y 40 con la publicación de un libro. Pues “Senderos” fue escrito en esa época, pero publicado veinte años después, en 1965, cuando el gusto estético y la sensibilidad de los pereiranos habían cambiado y con ella su estimación por don Lisímaco, para entonces apenas considerado como un sexagenario que conservaba su vieja afición por la literatura. Las influencias de los poetas de esa época deben buscarse en los autores del Siglo de Oro y el romanticismo español, así como en los colombianos Julio Flórez y Eduardo Castillo. Publicado “Senderos”, estaban en boga la Generación del 27, Pablo Neruda, los piedracielistas y los nadaístas. No fue raro, entonces, que a pesar de la belleza de su libro, Lisímaco fuera confinado en la sombra.
Un caso similar es el de Alfonso Mejía Robledo, este sí un romántico pura sangre y tal vez el primero de nuestros escritores que quiso ser reconocido como tal por sus semejantes. Porque gran parte de nuestras obras literarias han sido realizadas, antes que por hombres que quisieran ser reconocidos como escritores, por personas que le disputan a sus ocupaciones cotidianas y a sus preocupaciones ociosas, el tiempo para garabatear alguna obra que los salve del olvido. Quizás a eso se deba que las primeras palabras que se leen comúnmente en los libros de los escritores pereiranos, sean algo así como una petición de clemencia dirigida a los lectores, encargados de juzgar la calidad literaria de las obras. Queremos triunfar, pero no estamos dispuestos a hacerlo a costa de nuestra propia comodidad. Por eso odiamos al que se atreve a ser distinto y demuestra que se puede ser siempre mejor. Tenemos que dejar de ver cómo destrozamos las flores del jardín vecino, para dedicarnos a cultivar y hacer florecer el propio jardín.
Debe llamar la atención de todos nosotros el hecho de que hayan sido precisamente Alfonso Mejía Robledo y Lisímaco Salazar, los dos únicos autores a quienes se les rindiera un verdadero homenaje con motivo de los 150 años de Pereira. Ellos dos son los verdaderos testigos y cantores de la Ciudad Prodigio, esa Pereira que vivió su esplendor entre 1920 y 1950. El estudio crítico y la reedición de “Rosas de Francia”, emprendida por Rigoberto Gil Montoya y César Valencia Solanilla, es una invitación a los lectores y a los investigadores para seguir ese camino que han venido abriendo estos profesores, antecedidos por Cecilia Caicedo Jurado. Hemos avanzado, pero está aún por escribir la historia de la literatura en Pereira, que nos ayude a comprender nuestros aciertos, nuestros errores y nuestras posibilidades.
La publicación de “Pedacitos de historia” obedece al mismo interés que llevó a la publicación del libro de Mejía Robledo, aunque en circunstancias muy diferentes. El libro apareció como de la nada, en su única copia existente, realizada por el propio Lisímaco Salazar en una máquina Underwood que le regalara en sus últimos años Juan Mejía Duque. Poco a poco fue suscitando el fervor de cada uno, hasta determinarnos a publicarlo por nuestra propia cuenta y riesgo, para salvarlo del olvido y devolverle a la ciudad a uno de sus cantores.
“Pedacitos de historia” no es en rigor un libro escrito con la pretensión de narrar la historia de Pereira ni sus principales acontecimientos. Se trata de las anécdotas y los recuerdos de un hombre de origen campesino, aventurero, poeta y bohemio, que debió ganarse la vida desempeñando diversos y modestos oficios. Los personajes de los cuales ofrece sus impresiones fueron sus amigos o le merecieron el respeto y la admiración por su talento o su manera de afrontar la existencia. En la mayoría de los casos se trata de estampas o perfiles, pero también hay crónicas. En este sentido, Lisímaco Salazar integra el gran número de cronistas que se dedicaron a narrar hechos cotidianos y extraordinarios de la vida en Pereira, no obstante fueran pocos los que se interesaran por publicar sus textos en un libro y lograran hacerlo. A esta lista pertenecen, entre otros, Carlos Echeverri Uribe, Ricardo Sánchez, Luis Carlos González, Euclides Jaramillo Arango y Luis Yagarí; pero se desconoce el fruto del talento de hombres como Emilio Correa Uribe, Ramón Albán (J.J.) y Edmundo Flórez, cronistas prolíficos de esa época.
Los textos reunidos en este volumen se publicaron por entregas en LA TARDE, a lo largo del año 1977, al parecer por sugerencia de Alonso Gaviria Paredes. Una copia de ellos le fue entregada por Lisímaco al periodista César Augusto López Arias, para su publicación en libro. El 13 de marzo de 1979, López Arias fue baleado por sicarios cuando salía de la Universidad Libre de Pereira. Lisímaco Salazar fallecería dos años después, en 1981, sin ver ese sueño realidad. Hoy, gracias a Adriana Carrillo Palacio, Ricardo Montoya Díaz, José Fernando Marín Hernández, Joel Valencia Londoño, Jovan Salazar Toro, y en general la familia Salazar Gutiérrez, los pereiranos podemos recibir este libro, en el que la protagonista es nuestra ciudad.
Con este acto concluye una parte de esta aventura que ha llevado a la recuperación de un escritor. Digo una parte, porque con los “Pedacitos de historia”, han aparecido otras obras de Lisímaco Salazar, como los cuatro tomos de su “Autobiografía kilométrica”, algunas obras de teatro, ensayos y poemas, que si bien fueron publicados fragmentariamente en periódicos de la ciudad, resultan tan desconocidos como el libro que hoy presentamos a ustedes. Yo estoy convencido que en la producción literaria en Pereira no hay un testimonio como el que ofrece Lisímaco en su autobiografía. Se trata de la vida cotidiana de un pereirano del común, descrita con tal generosidad de detalles que hace al lector solidario con sus vicisitudes. Sería un aporte invaluable que alguna institución, pública o privada, se interesara por esta obra, así como por las obras inéditas de otros escritores pereiranos.
Los herederos de don Lisímaco han sido muy juiciosos en conservar estos inéditos, a la espera de casualidades como la que permitió la publicación de “Pedacitos de historia”. Sin embargo, a la espera de casualidades similares, por desconocimiento o desinterés de los familiares, y por qué no, de las instituciones, ya han desaparecido obras de otros escritores pereiranos, sin que sepamos siquiera de qué se trataba. Tal es el caso de Julio Cano Montoya y de los papeles personales de Luis Tejada.
En su libro, Lisímaco Salazar nos refiere la anécdota de José Martínez, a quien apodaban “José Perras”, un juicioso funcionario de la Alcaldía que en los años treinta ordenó la quema de todo el archivo de periódicos de la ciudad, convencido de su inutilidad. Hoy está a punto de ocurrir lo mismo con la colección de libros del profesor Jaime Ochoa Ochoa, que permanece en una bodega, a la espera de que él o quizás sus herederos –y el día esté lejano– se decidan a donarla a la ciudad o la regresen a las librerías de usado, de donde saliera gran parte de ella alguna vez. Ese material es de gran valor para realizar investigaciones como la que me permitió a mí acercarme a la vida de Lisímaco, ganando en una de las convocatorias de Estímulos del Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo.
Fue gracias al profesor Jaime Ochoa, a Eduardo López Jaramillo y a las aproximaciones a la literatura en Pereira, de Hugo Ángel Jaramillo y Rigoberto Gil Montoya, que supe quién era Lisímaco Salazar. Lo demás llegó en las páginas de los periódicos que se conservan en las bibliotecas de Pereira y Bogotá, así como en los inéditos que tiene en su poder la familia Salazar Gutiérrez. Lo que Lisímaco nos legó a los pereiranos fue sobre todo un testimonio de la vida cotidiana, matizado con generosos detalles, de la Pereira que le tocó en suerte, y que de muchas maneras, sigue siendo la nuestra.
Reconocimientos especiales merecen, por su participación en esta aventura, además de la familia de Lisímaco Salazar, Olga Lucía Serrano Ortiz, directora de la Agencia Cultural del Banco de la República “Luis Carlos González”; la Emisora Cultural de Pereira 97.7 fm “Remigio Antonio Cañarte”; la Corporación Ciudad Latente y la Librería Roma, que nos abrió sus puertas el año pasado para rendir homenaje a don Lisímaco.
Esperamos que esta publicación contribuya a darle al autor el lugar destacado que se merece entre los escritores pereiranos. El tiempo y ustedes los lectores se encargarán de determinar si merece conservarlo.