Cecilia Caicedo

Última actualización: Miercoles, Septiembre 10, 2014 11:29 AM

Biografía

Cecilia Caicedo de Cajigas   Cecilia Caicedo - Retrato Mis primeros años de vida transcurrieron en Pasto, allí crecí entre el verdor de sus paisajes y la templanza y el carácter de una sociedad culta, conservadora y dedicada al cultivo de las letras  y las artes. Aprendí a leer con las religiosas franciscanas, utilizando una cartilla muy visual y muy bella titulada “La alegría de leer”; después vinieron los comics, revistas que alquilábamos con mis hermanos y que devorábamos por las noches, sin consentimiento familiar. En la adolescencia adquirí un mediano gusto por la literatura que se volvió muy fuerte en las aulas universitarias que por los años 60 eran centros fundamentalmente de lectura y de política. De esa forma mis primeros once años de vida consciente transcurrieron en los claustros académicos de las religiosas franciscanas, en donde obtuve mi título de Bachiller Clásico. La Universidad de Nariño, después de cuatro años de estudio me confirió el título de Licenciada en Ciencias de la Educación, especialidad Filosofía y Letras, con la tesis titulada La novela en Nariño, que con el correr de los años se convirtió en un libro publicado por el Instituto Caro y Cuervo en el año de 1990, dentro de la colección del Seminario Andrés Bello. Concluidos esos primeros años de formación académica me trasladé a Bogotá bajo el privilegio de iniciarme en la especialización en literatura hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Con ese título y la experiencia académica e investigativa se dio inicio a mi vida laboral en Pasto como profesora adscrita al departamento de humanidades de la Universidad de Nariño. Para ese entonces ya se habían incubado dos tendencias que marcarían mi vida: de una parte el gusto por la investigación en literatura colombiana y mi amor por la docencia universitaria, actividad esta última que desarrollé durante dos décadas largas, tanto en la Universidad de Nariño como en la Universidad Tecnológica de Pereira. A esta institución llegué después de haber realizado una especialización en Madrid sobre Lengua y Literatura Española. Llegué a España, hacia los años 70s., con la alegría y la vitalidad de los 25 años de vida y la ilusión de conocer Europa, su cultura y esa larga tradición que contrastaba con la premura de la vida del trópico americano. Había previsto que mi permanencia en la capital española duraría seis meses, pero mi tesina en el posgrado fue honorada con una “bolsa de estudios” para realizar en Málaga (España) un curso de verano sobre lengua española. Dos meses de estudio adicionales y los trámites realizados previamente en la Universidad Complutense de Madrid para estudiar un Doctorado, me permitieron ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras en donde concluí mis estudios optando al título de Doctor en Filología Románica, subsección Literatura Hispánica, con un trabajo de tesis sobre “Interrelación narrativa en Gabriel García Márquez” que se convirtió en mi primera publicación, 1975. Al mismo tiempo que estudiaba mi doctorado realicé una especialización en investigación Lingüística en OFINES, en un curso de un año que realizaba el Instituto de Cultura Hispánica dirigido a investigadores y profesores universitarios de lengua española. A ese mundo de libros, investigaciones y lecturas de los que se deriva mi formación académica y que me ha permitido subsistir decorosamente en la vida laboral colombiana, hay que sumarle una etapa de realización, sin la cual no hubiese podido definir mi entorno personal. El amor, la pasión, la necesidad de realizar cada acto de mi vida, con un particular gozo. Sin mayores trascendencias pero siempre buscando la risa y el efecto benéfico que se deriva del humor. Y de esa búsqueda del amor que deviene del encuentro con la vida y de ese paso por la tierra y de disfrutar las parcelas de felicidad que cada quien cosecha me quedan dos hijas, Johanna y Cecilia Andrea. Y mientras mis hijas creían fui acunando otros hijos: mis libros; que ya no son míos sino de los lectores que los recrean cada vez que son leídos. Una de mis primeras investigaciones fue sobre la leyenda del Yurupary. Trabajaba como profesora en la Universidad Tecnológica de Pereira y habiendo realizado un recorrido sobre las escasas fuentes de consulta sobre el tema, resolví viajar al Amazonas en busca de la leyenda sobre la que había publicado algunos artículos, usando los datos consignados en el tomo XIX de la historia extensa de Colombia publicada por la editorial LERNER, en el cual aparecían fragmentos de la historia maravillosa contada por el historiador antioqueño Restrepo Lince y que Javier Arango Ferrer resume en la citada colección. El tema lo descubrí con mis profesores de literatura en la Universidad de Nariño, pero la información era precaria. Decidí viajar al trapecio amazónico con el objeto de constatar “in situ” la vigencia de la leyenda. No encontré sino respuestas evasivas, pero tuve la oportunidad de contemplar el espectáculo de la selva, algunos de los usos y costumbres. La experiencia es tanto o más impactante que los viajes a Europa, otras formas de vida y esa inmensa y hermosa selva de tupido verde. Agua, verde y vida en su forma elemental. Y unas formas de expresión y de ritualidad que conmueven y transforman. De ese viaje publiqué un artículo sobre el “Rito de la pelazón”, o ritualidad de iniciación sexual, que bien vale la pena que algún día se convierta en un libro de envergadura por parte de los investigadores colombianos. Sobre el mito del poder masculino, que representa Yurupary o “el engendrado por la fruta”, publiqué dos libros: Origen de la literatura colombiana: El Yurupary, que lo publicó la Universidad Tecnológica de Pereira en 1990 y Antología de la leyenda del Yurupary, publicado en la colección Quinto Centenario del descubrimiento de América, Bogotá, 1992. En esta ocasión, con Cooperativa Editorial Magisterio se publica una versión libre del poema del Yurupary, con el objeto de hacer conocer este bello poema del Vaupés, que nos pertenece a colombianos y a brasileños con idéntico sentido de pertenencia. En esta versión libre, se cambia el ordenamiento de la leyenda, que por primera vez en español y en su integridad publicó, en 1989, Héctor H. Orjuela, con la versión realizada por Susana Salessi. A Héctor Orjuela la literatura colombiana le debe un especial reconocimiento por su inclaudicable labor de realizar permanentemente lo que él llama RECOBROS. Recobrar es volver a cobrar, pasar nuevamente la cuenta, volver sobre los efectos y los hechos que nos marcan y que hemos olvidado. Olvidos que duelen, olvidos que cuestan caro al curso de la identidad cultural colombiana. En la versión libre, sigo el sentido del canto, no cambio ni altero el sentido argumentativo, pero en ella se desplaza el orden de la historia para partir del principio de creación, los orígenes de Yurupary, desde las lágrimas de Dinary, y narrar finalmente la concepción del mundo y las leyes de los hombres que lo gobiernan. Finalmente, debo decir que existen otros libros míos sobre estudios de narrativa colombiana, estudios críticos sobre procesos particulares de nuestro desarrollo literario, mirando con especial detenimiento lo concerniente a las décadas finales del siglo XX. Con el Ministerio de Cultura, y gracias a su patrocinio mediante una beca obtenida en 1995, estudié el curso literario de nuestra novelística, estudio que a la fecha se mantiene inédito. En 1990 publiqué la novela La ñata en su baúl, que fue premio regional risaraldense y que tuvo la buena fortuna de ser traducida al húngaro por FerenczZsonyi, publicándose en Budapest en 1992 en representación del nuevo relato colombiano. Otros temas sobre los que he publicado son Literatura risaraldense, 1989. Planeación: alma de un proceso, 1994. Patrimonio bibliográfico de Risaralda, 1995. Y finalmente varios textos en coautoría, aparecidos en libros de circulación internacional. En el año 2002 realicé tres ediciones críticas de novelas del siglo XX, que el Instituto Caro y Cuervo publicará dentro de una colección para conmemorar los 60 años de su fundación. Son estudios sobre tres novelas: Chambú de Guillermo Edmundo Chaves, Cameraman de Plinio Enríquez y Sima de Alfonso Alexander.     Perfil. Nace en Pasto, Nariño, en 1944, radicada en Pereira desde 1967. Se doctoró en Filosofía y  Letras  en la Universidad Complutense de Madrid, 1975. Especializada en Literatura Latinoamericana en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá y en Literatura Española en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. Investigador lingüístico, OFINES. Madrid. Sus investigaciones sobre cultura regional han sido publicadas en los siguientes libros: La novela en el departamento de Nariño, Literatura Risaraldense, Planeación alma de un proceso, Orígenes de la literatura colombiana: El Yurupary, Antología Poética del Yurypary. En narrativa publicó La ñata en su baúl. Este último traducido al húngaro y al alemán. Ha sido profesora en las Universidades de Nariño y Tecnológica de Pereira, Decano de la Facultad de Bellas Artes y Humanidades. Directora de la Escuela de Filosofía y de Español y Comunicación Audiovisual de la U.T.P.     Biografía por la autora tomada de: Leyenda de Yurupary. Bogotá: Editorial Cooperativa  Magisterio, 2003

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 11:47 AM

Cronología

Trayectoria de la escritora y crítica literaria Cecilia Caicedo.

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 11:40 AM

Textos de la autora

La Ñata en su baúl. Fragmento. Por: Cecilia Caicedo.    III Conocí a la Ñata a las once de la mañana de un día lunes. Al amanecer había ensillado mi caballo sin más compañía que los trabajos del oficio, el afán inicial de la semana y el deseo que galopaba en mi sangre para emprender el viaje semanal que ya era rutinario. Hacía frío, pero un frío distinto. El viento helado y concentrado alentaba mis sentidos. Con diligencia y sin premura me enfundé en los zamarros de piel nueva, calcé las polainas de mi padre y juntando bocanadas de aire fresco saltamos el alazán y yo los cercos, las aldabas y las vedas bajo el cielo azul de la mañana. Como todos los lunes, desde hacía un poco más de un año, viajaba hasta el poblado para comprar o vender el ganado de mi padre. Este lunes no estaba previsto ni el canje ni las ventas; quería saber de precios, de mercado, o tal vez y únicamente sólo deseaba oxigenar el alma. Arreglé un poco más mi poncho nuevecito, mi nariz se hinchaba de ilusiones o de aire, el caballo galopaba y yo sentía que el tiempo sí pasaba; un segundo, un minuto y cada vez más aire, y unas cuantas gotas de rocío que llegaban a mis piernas traspasando el cuero del zamarro. No pensaba en nada porque no tenía preocupaciones. Me bastaban mis manos y el trabajo, mis ganas de vivir, la fuerza del viento en mis mejillas y ese frío que estimulaba mis sentidos. De pronto estaba ahí en medio de la plaza. Una plaza indiana, grande y en cuadrícula. Dominada por una imperfecta catedral, reconstruida cuatro veces, después de otros cuantos terremotos. «Caratar», decía la leyenda, embrujó el pueblo condenándolo a padecer los terremotos. Los indios diligentes, sumisos y creyentes reconstruían una y otra vez la catedral, costeada con las limosnas domingueras y los testamentos de beatíficas solteras que al clamor de las campanas celestiales e inspiradas por las mejillas rozagantes de los Frailes donaban sus haberes a la iglesia. Con reformas y enlucidos de estilos diferentes, la iglesia era el trasunto de la historia arquitectónica. El tesoro de la iglesia era una mampara que nunca nadie leía: «En mil ochocientos fijos mataron a los Clavijo». Y hacía esa iglesia, marchaba una muchacha. Se detuvo un instante, justo en la puerta a cuyo frente estaba la mampara que historiaba la rebeldía mestiza. Volteó brevemente la cabeza y retomó su camino al interior del templo. La visión fugaz impresionó mis sentidos. Di vuelta a mi caballo, dos o tres diligencias rápidamente despachadas y volví a la plaza y a la iglesia. Me aposté enfrente de la puerta y la vi salir erguida, sin mirar a nadie y a ninguna parte, sólo a mí un breve instante. Y como en esos tiempos ni había presentaciones, ni clubes, ni nada parecido a lo que hoy tienen mis nietos y los hijos de mis nietos, desmonté del caballo y me le acerqué para robarle el corazón. No recuerdo haberle dicho nada, o tal vez hablé dos o tres cosas. Concertamos encontrarnos los lunes de mis viajes, hasta que un día llegué en domingo a las tres de la mañana, obligué al cura a bendecirnos, y a grupa de caballo me traje a la Ñata hasta mi casa. Por qué fue ella y no otra me preguntan los hijos de mis hijos. Sólo ella tenía la comprensión en la mirada, sólo ella igualaba el destino de mi raza, sólo ella y su pubis y su cuerpo. Sobre todo sólo ella, no, podría ser un paréntesis, un instante, un amorío. Y aunque me fue imposible descifrar su alma, su recóndita tristeza, la seguridad de su mirada, siempre la amé.   IV. La Ñata debió ser rubia en su mocedad. De cabello ensortijado, lo mantuvo siempre largo recogiéndolo diariamente en una moña señorial. De buen tamaño y buen andar, parsimoniosa y distinguida atravesaba al amanecer las calles del pueblo para asistir ocasionalmente a misa. Una mantilla española cubría su cabeza y sin mirar a nadie en especial respondía al saludo matutino, sin más cortesía ni más palabras que las estrictamente necesarias. Así la conoció el macho bravío que se acercó a su corazón montando un alazán al que acicateaba con sus viejos pero brillantes espolines. El era rudo, fuerte, bronceado por el sol y de buen ver. Por supuesto su color no lo alcanzó ni en las playas ni en balnearios porque en esos tiempos, para ellos, ni como palabras existían; su tez morena se fue haciendo lentamente al influjo del sol de tierra fría que quema con prisa y sin cuidado. Los segundos y los días transcurridos en el surco, amasando con sus manos la tierra y su fortuna, quemaron su piel pero no su corazón. Generoso a raudales fecundó la tierra ya todas las mozas campesinas que sucumbieron al derecho de pernada, ejercido por compadrazgo o simpatía, difícilmente por amor, sentimiento que reservó para su Ñata, a la que poseyó sólo después de desposarla en la misma iglesia a la que ella ocasionalmente asistía a misa. Se casaron en secreto un domingo a las tres de la mañana el diez de mayo de 1905. A las tres y treinta minutos salían a grupa de caballo para el pueblo cercano en donde él sería el amo y señor. Tras ellos quedaba el comentario, las razones infundadas, la comidilla matronera con los que trataba el pueblo de explicar por qué la Ñata, recatada y distinguida, se fugaba con el hermano de un demente y sin la suficiente honra para merecerla. Su prima Rosita le llevó a la Ñata los comentarios minuciosamente detallados. Ella escuchó con complacencia bien disimulada y gustó de las consejas populares que explicaban su enlace, pero sobre todo paladeó los adjetivos, ponderosos para ella y denigrantes para el viejo, con que el pueblo adornó la historia de sus amores finalmente bendecidos. Nunca discutió con Rosita las versiones; se limitó a escucharlas permitiendo que en sus labios se filtrara una ocasional sonrisa. No protestó, ni siquiera intentó defender al macho responsable que supo poseerla con ternura durante los sesenta o más años que vivieron juntos. Por eso el día en que el enfisema pulmonar se llevó al viejo para siempre, ella se recogió como una pasa fina y le rogó a su Dios, en quien había creído sin mucha convicción, que la llevara junto al viejo para trenzar sus manos en silencio, como lo habían hecho durante la última década: acurrucados, silenciosos, viendo pasar el tiempo con sus manos anudadas. Porque a esa altura de sus vidas ya ni siquiera compartían sus recuerdos. Los hijos, los afnes cotidianos, las pasiones y el esfuerzo estaban tan lejos que parecían no pertenecerles. Solo el silencio compartido y el nudo pequeño de sus manos y el tiempo que pasaba lento y el mismo espacio y las mismas cosas y la misma casa vieja y las paredes desconchadas y el saludo de la empleada y la hijastra que esculcaba los arcones y la ruina que venía, pero no les preocupaba. Permanecían juntos, apretujados, sus manos enlazadas. Cientos de arrugas pequeñitas, la piel de pergamino y el pelo ensortijado en trenzas delgaditas, traje negro humilde. El viejo vestía un poncho ya raído, los zapatos sin lustre y sin edad, su mano junto a ella, la mirada vidriosa y un pucho entre sus dedos que persistentemente llevaba hasta su boca, entre espasmos de tos y de ronquera. Yo la conocí madura. Con mis primos, que eran tres muchachos desteñidos, nos propusimos espiar sus movimientos. Ella se mantenía inmóvil todo el tiempo. Sentada en su cocina negra de hollín daba órdenes pausadas, repartía las viandas, primero el viejo, después nosotros, finalmente la peonada. El silencio era absoluto. Sólo el ruido de cucharas sobre platos y el desfile de los indios para repetir su ración diaria. A mí me parecía inoficioso espiar, nada delataba nada. Nunca una palabra sospechosa, nunca una disputa, niunsiniunnó y nosotros queríamos saber si ella existía, si era una sombra, si podía pronunciar dos palabras juntas. Lo único vivaz era su mirada reposada, serena, vertical. Por eso siempre atendimos a sus ojos. Nunca se iluminaron en demasía, la exaltación o el desasosiego se transparentaban en un sutil reflejo. Nosotros queríamos explicarnos qué hacía esa mujer para que todos la acataran; creíamos que el mundo entero la quería y que bastaba un solo movimiento de sus ojos y una tenue orden de sus labios para que corrieran los venados y el sol se desquiciara. Cuando yo era maduro, cuarentón y con hijos, la tía Adela, vigorosa, fuerte, decidida, luchadora y combativa me contó que odió a la abuela con tanta fuerza que se le dañó el hígado ante la imposibilidad de confesar que le conocía el alma y sus secretos. Mis ojos por fin se iluminaron. Tantos años de niño espiando los movimientos de la Ñata, mis primos ya habían muerto y yo por fin sabría cómo era la abuela —¡ Cuenta tía! ... —Cuenta como era—. Pero nada de importancia me dijo la tía Adela. Y mientras ella repetía hasta el cansancio que fue egoísta y posesiva, a mi me venía el recuerdo dulce de esa vieja, que envuelta en el humo de la leña repartía un rico arroz con leche. Y volví a encontrarla en mis recuerdos, lozana aún, compartiendo su vida con el viejo, ignorando las perradas que le hacían, cuidando la muchachita espuria que la llamaba madre y a quien ella trenzaba los cabellos. Yo estuve enamorado de esa niña, era bonita, dos, tres arios mayor que yo. Jugábamos a casados o a caballos. Me gustaba más jugar a las carreras porque ella debía recorrer la sala llevándome a mí en ancas. Jineteaba yo, imitando al viejo con un pequeño fuetecillo acordonado azuzaba a mi potranca con cuidado. Después desensillaba y soltaba al animal, que corría presurosa a lavarse las rodillas y a alisarse las trenzas para ir hasta su escuela. Y mientras la hija de la empleada aprendía a pronunciar las consonantes de rrrrrrosarrrrrriega las rrrrosas yo me aburrría con rabia el rrrrrrastrojo donde el abuelo guardaba las legumbres. A los veinte años supe por Adela que mi potranca bonachona era también hija del abuelo y que ahora bien casada, cumplimentada y ricachona, era la única heredera de la Ñata que prefirió dejarle los últimos pesos de la hacienda a la hija del viejo y de su empleada movida por los susurros suplicantes del abuelo. Ni se opuso a la decisión de su marido, ni le dolió la preferencia. La Ñata había querido a mi potranca por la válida razón de llevar en su sangre el sello de su esposo y en sus facciones el tinte de su raza. La Ñata aceptó todo. La pequeña huerta que ella había comprado con el dinero de la herencia de su padre la regaló a otro ilegítimo hijo de un fugaz polvo del abuelo en una india regordeta y de anchas nalgas. Ni la Ñata fue tolerante o boba, ni mucho menos mala como la juzgaban algunas lenguas pudibundas que censuraban con epítetos la extraña relación de la pareja. Tratando de explicarme la conducta a todas luces complaciente de la Ñata con la infidelidad de su marido, su compadre Pedro Añasco me dijo en una ocasión que ella tenía la certeza de saberse amada y bien coñada; por eso en cada pliegue de su cara, en cada arruga y cada cana sopesó la envidia de las hembras timoratas y el poder del galope de un caballo que ya anciano despabiló sus bienes en cuartillas entre todos los hijos del rebaño que formaron indiadas redimidas en el orgullo del patriarca envejecido que consoló a la Ñata rozándole una mano con cuidado.

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 11:39 AM

Mirada crítica

La Ñata en su baúl. Por: Diógenes Fajardo[1].   Fuente: Revista Risaralda Cultural Nº 1, mayo de 1990, 65-75  Cecilia Caicedo Jurado ha decidido destapar en esta Feria su baúl y sacar de allí las hojas en donde a grandes trazos ha dibujado con singular eficacia un conjunto de catorce bocetos que tienen como única finalidad la creación de la Ñata como personaje literario. Las siguientes líneas tienen como objetivo precisar cómo lo ha logrado y qué significado puede tener el juego nostálgico por el recuerdo y la evocación de lo particular en referencia con el presente y lo general, en otros términos, la independencia que se quiere establecer entre el ámbito de la historia familiar y el obligado marco de referencia de la historia patria.   Como ya lo ha notado Freddy Téllez, al comentar esta obra, “La narrativa de Cecilia Caicedo Jurado se inscribe en una tendencia contemporánea a la sintetización extrema de la historia, casi a una desaparición, podría decirse”. Aquí se encuentra el primer problema para el lector. El texto de La Ñata en su baúl pretende insinuar y dejar abiertas las posibilidades de la fábula, al limitar el relato casi que a lo estrictamente esencial. En toda obra narrativa siempre es mucho mayor el material narrable que el texto del relato. Pero, en este caso, la sensación del lector es que este es el comienzo de la creación de nuevos espacios y personajes novelescos que sólo cobrarán vida cuando aquel “cuadernito de hojas amarillentas y arrugadas”  de uno de los personajes logre la creación de nuevos significados para ese reiterado “rrrrosarrrriega las rrrrosas”. Tal es el caso de personajes como Esteban “La versión masculina de la Ñata”[2], o de su prima Raquel, la psiquiatra, y de su relación de atracción y de rechazo. Parece que la autora quisiera lograr para si lo que, según el testimonio de a nuera de la Ñata, había logrado esta matrona legendaria y mítica que “parecía no percatarse del paso del tiempo” (p. 1): “Y dirigió su hacienda y nuestras vidas y mi amor y a mi marido y hasta ustedes y sobre todo a ti, sin que jamás dijera una palabra, un discurso un improperio” (p. 33)   Tal vez nos encontramos, aquí, con una tendencia nueva que busca establecer una estética del silencio, una relación dialéctica entre el decir y no decir. Podría pensarse que La Ñata en su baúl se acerca a esta “retórica del silencio” que ya había previsto Borges como una posibilidad tanto para el autor como para el lector: “… la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido  y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”.   La restricción al máximo de la “historia”, que necesariamente conlleva, un estilo donde se impone la economía verbal, no implica una falta de estructuración narrativa.  Por el contrario, uno de los méritos mayores que se encuentran en esta obra tiene  que ver con ese manejo solvente de recursos narrativos, que a su vez suponen una participación activa del lector para su realización estética.  Los catorce capítulos del relato se estructuran alrededor de una eje narrativa muy definido desde el mismo título: “La Ñata”. Pero lo curioso no radicará en ese eje que para algunos pudiera parecer simplemente temático, sino en que esos capítulos fragmentarios conforman un verdadero calidoscopio que nos permite trazar la imagen de la protagonista silenciosa desde los más variados ángulos mediante el empleo de muchos narradores.   Este esquema permite apreciar cómo nos acercamos a ese mundo enigmático que la Ñata se ha creado para si, en donde “nada parecía tocar a esa mujer distante y distinta a todas las mujeres pueblerinas de su  época” (p.1). No obstante la multiplicidad de puntos de vista que, aparentemente, tienen la función de dar a conocer mucho más a la protagonista amada–odiada, el lector tiene la misma sensación de su marido: haber llegado a conocerla sin penetrar en su secreto: “Y aunque me fue imposible descifrar su alma, su recóndita tristeza, la seguridad  de su mirada siempre la amé” (p.9). O aún tener una nítida sensación de frustración, como le sucedió a Esteban en su niñez cuando con sus primos habían decidido espiar los movimientos de la abuela: “A mí me parecía inoficioso espiar, nada delataba nada” (p.13). En caso extremo el lector podría llegar a comportarse en forma similar a la de la tía Adela “que odió a la abuela con tanta fuerza que se le dañó el hígado ante la imposibilidad de confesar que le conocía el alma y sus secretos” (p.14).   De esta manera se entiende que la insistencia de los personajes en afirmar su conocimiento de la Ñata tenga un sentido muy restringido, puesto que ni siquiera la suma de todas estas perspectivas es suficiente para que el lector, a su vez, pueda llegar a tener conciencia de su ser, que “no fue un sueño, fue cierta y real, y  regalaba su hacienda y su fortuna; que no llevó sino un baúl a cuesta y un Cristo y una urna y fue querida” (p. 36). Ya en la presentación de esta obra, en Pereira, el poeta Jaime García Maffla señalaba como el libro de “tanto ser humano se hace casi de hadas” y que se encuentra “centrado en un personaje enigmático, y más que enigmático prismático, cuyos ojos terminan siendo el cristal a través del cual el lector  mira las peripecias y la vida que hacen las demás páginas”.   La reiteración de la frase con la cual se abre el relato como espacio textual “Conocía a la Ñata…” adquiere, por lo tanto, un sentido irónico y se convierte en una señal para el lector de que tiene que realizar un cambio en su horizonte de expectativas. Por otra parte, es muy característico el empleo de este narrador que se convierte, poco a poco, en una especie de macronarrador que controla todo el relato, si bien delega la función narradora a sus personajes sin dar una indicación directa al lector. La estructuración de muchos capítulos podría sintetizarse así:     En esta estructura, quizá la única observación que puede hacerse tiene que ver con el empleo de varios narradores pero que conforman una voz muy singular. Para Bajtín, “si el problema central de la poesía es el problema del símbolo poético, el problema central de la teoría de la prosa literaria es el da la palabra bivocal, internamente dialogizada en todos sus diversos tipos y variantes”[3]. Lo que no percibe claramente el lector de La Ñata en su baúl es la diferenciación en el estilo del habla del personaje y del narrador. Se precisaría una mayor caracterización e iniciativa lingüística de los personajes que tendría como efecto una mejor percepción de las diversas voces que conforman la textura del relato. En el capítulo VIII, se puede ilustrar perfectamente esta falta de caracterización lingüística del personaje: El hombrecillo vestido de gris oscuro no llegó en domingo, como estaba previsto, sino un martes, trece, además, de 1949. Ni siquiera se apeó de su caballo, que se veía tan triste y esmirriado por una violencia inusitada que se transmitía del jinete al animal (p. 27)   Este comienzo, lleva al lector a pensar que se trata de la voz del narrador sin embargo, tiene luego que modificar su percepción cuando aparece Esteban recalcando que se trata de “los ingenuos apuntes de su abuela olvidados en el baúl de cuero" que “releía el papelito cronicón, único testigo de la escondida filiación de la Ñata", o que “recordaba el grito del jinete que, según el papelito de la abuela, se atrevió a desafiar a un pueblo entero" (pp. 28 29). El otro recurso narrativo que emplea eficazmente la autora es el relacionado con el contraste entre el narrador y el focalizador. El capítulo IX ilustra claramente este procedimiento. La narración corre por cuenta de la nuera de la Ñata y en menor medida por el narrador. Pero la narración de la nuera se hace toman do como punto de focalización a su hija: “Yo nunca podré explicarme el júbilo de tu mirada cuando pasaste con tu abuela para una foto en blanco y negro que guardas en el  álbum de pasta blanca, ahí en el fondo del baúl de cuero" (p. 31).   Si el relato de Cecilia Caicedo Jurado ha logrado crear una sólida estructura narrativa para sustentar su mundo novelesco, no es menor su mérito si analizamos el manejo de los símbolos, particularmente el que sirve de título a la obra. García Maffla ha visto que “El baúl puede ser una caja de Pandora, un cofre de sorpresas o una caja vacía, un oscuro lugar siendo que, por contraste, el arte de narrar de la autora tiene la ?uidez natural del coloquio". En todo el relato, funciona verdaderamente como el baúl de los recuerdos de la abuela, de donde surge, toda la escritura novelesca. Allí, junto con el rosario y la urna de un santo, se encuentran el papelito cronicón de la abuela, el álbum de fotografías, la fuente de los coloquios y aún la ponzona que correría el velo que cubre el enigma de la muerte de la Ñata (p.21). Para Freddy Téllez, “el baúl es una metaforización del relato mismo que se va haciendo, pues en él se encuentran las únicas huellas escritas de la Ñata. Esteban, uno de los personajes, busca en él el material que le permitirá escribir una novela (¿o un poema?) sobre la Ñata. Es así un doble libro haciéndose, “tratando de armar lo que ni él mismo tiene claro”. Sin duda alguna, en todo relato hay una identificación del personaje protagónico con ese “baúl de cuero negro adornado con tachuelas amarillas" (p. 4). El baúl se convierte, así, en el símbolo del enigma que rodea el personaje, pero al mismo tiempo en el espacio que ha permitido el ciframiento y la conservación del pasado. Esta dimensión pretérita aparece íntimamente ligada con el presente y tiene la función de contraponer el mundo pasado de la Ñata con el mundo presente del país.     Esteban va a ser el eje sobre el cual se articula esta relación histórica y, a la vez, el generador del contraste en esta dimensión temporal. La percepción que de él tiene su prima Raquel enfatiza ese doble interés de Esteban por el pasado y el presente: “Parecía un loco cortos de la edad media, aunque hablaba de Felipe, de Belisario y Carlos Ledher [-] Decía que fue su amigo como también lo fue de Álvaro Pío, del Conde Lucanor en sus lecturas". Y es que, efectivamente, Esteban parecía poder desplazarse suavemente de un tiempo a otro: “Después comenzó a preguntarme por la Ñata, que como era mi recuerdo, su cabello y sus trenzas anudadas. Junto al tema mezclaba coherentemente el relato de Ledher, su prisión, referida en el último informe de “Visión”, su capacidad de estrategia y de profeta" (p.38) Sin embargo, parece evidente que la predilección de Esteban termina por llevarlo al mundo de la Ñata y a cerrar la puerta de comunicación con el presente de la patria: "Mientras afuera se estremece el tiempo con los muertos, que ya no son noticia porque cada vez son más, uno mil, diez mil emboscadas, soldados, bachilleres, campesinos, humildes, estudiantes, tantos muertos, tanta sangre, Y el inmutable, reconstruyendo la memoria de la Ñata, metido en las historias de hace un siglo, buscando explicaciones, pre?gurando una imagen femenina del pasado (p. 17). Entre el  discurso del deseo y de lo imaginario que gira en torno de la Ñata y el discurso de la representación de eventos reales, históricos, el escritor personaje se decide por el primero. ¿Por qué? ¿Cómo una forma de evadir el mundo real de la historia presente? ¿Por qué solo la ficción ofrece una alternativa válida para la patria? En principio, se puede conceder que, efectivamente, la escritura de Esteban es una forma de evasión. Los mismos personajes le increpan reiteradamente esa falta de visión histórica, en especial del presente. Si por lo menos escribieras la historia del país. Si le pusieras cuidado a la TV o a los periódicos. Si usaras lo que aprendiste en tu París, pero únicamente te interesas en inquirir sobre la Ñata y el abuelo". (p. 18) Para la tía Adela, ni siquiera el deseo de novelizar una historia de familia justifica la elección realizada por Esteban; por eso aconseja a su sobrino que se inserte, no importa donde, en la historia presente: “Si entendiera que es mejor un cognac fino, o meterse a guerrillero, ser político, empleadillo, cualquier cosa, antes que andar merodeando en los recuerdos de una vieja fría e impenitente. Nunca podrá entender que solo Gabo consiguió un Nobel con su abuela, que Evelio José se hizo a un premio contando en "Mateo Solo" la historia de unos niños" (p. 19) Empero se trata de contrastar la comodidad, de urgar en los recuerdos de los viejos con la creciente dificultad de respirar un aire enrarecido con los muertos. A Esteban, “le faltaban las fuerzas y el coraje para subirse al brioso caballo del presente y arengarse a sí mismo, y desafiar a su presente, su destino y su futuro. El que oía y veía y saboreaba que caía el muro de Berlín, sin embargo no podía ir mas allá de su hachiso de sus pepas o cualquier mal resabio de burgués en decadencia" (p.29) Ese sentido de evasión, aún de su función retextualizadora de la historia, como escritor, se refuerza aún más con el final del relato. Su permanencia en el manicomio es presentada por el narrador como el encuentro de un espacio antagónico al patrio: “Allí no le llegaba ni el frio, ni la sangre ni los gritos de un país que se desangra. Todo inmaculado, aséptico: Esteban terminó convertido en una imagen blanca que portaba bajo el brazo un cuadernito oscuro, renegrido por la vida del pasado"(P. 47) No obstante lo expuesto anteriormente en forma tan unívoca, un lector cómplice descubre que ese contrapunteo no se resuelve como un querer imponer un discurso de lo imaginario sobre el discurso de la representación histórica. En primer lugar porque, aunque aparezca como el marco de todo el relato que gira en torno de la  Ñata, el lector continuamente es lanzado fuera de la página del relato para que recuerde el nueve de abril, la toma sangrienta del palacio de justicia, el problema de la droga, la caída del muro de Berlín. En segundo lugar, porque en esa búsqueda aparentemente de un pasado idílico y paradisíaco, sin pavimento, sin acueducto ni alcalde militar, se pueden hallar aquellas posibilidades que ayer fueron negadas y que hoy producen un efecto destructor. En tercer lugar, porque, paradójicamente, la obsesiva búsqueda del escritor-personaje se convierte en un intento fallido de esclarecer diáfanamente un hecho violento, un proceso más, el asesinato de la Ñata. Finalmente, porque la reclusión en el manicomio no es resultado de una elección de Esteban sino del ejercicio del poder, que como instancia negativa tiene la función de reprimir, se comprueba, así que, como afirma Michael Foucault, “la prisión es el único lugar en donde el poder puede manifestarse en su desnudez, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral (…) Meter a alguien en la prisión, privarle  de alimento, de calor, impedirle salir, etc.  Ahí tenemos la manifestación de poder más delirante que uno pueda imaginar”. Además, ese mismo poder ha producido gran parte del discurso que hemos leído. La censura que se establece sobre la elección realizada por Esteban, revela que en ese grupo hay una política general de la verdad y que su posible discurso atenta contra ella. La escritura del personaje queda, entonces reducida a un balbuceo: “un cuadernito de hojas amarillentas y arrugadas donde una y otra vez escribía hasta el cansancio rrrrosarrrriega las rrrosas: ¿fijación en aquella potranca bonachona, hija espuria del abuelo con la empleada, ahora única heredera de la Ñata o imposibilidad de la escritura? Tal vez ambas respuestas nos iluminen con su ambigüedad. Pero mientras tanto, la única certeza que tenemos es que Cecilia Caicedo Jurado ha logrado escribir sobre la imposibilidad de la escritura y que su relato no puede considerarse, en justicia, simplemente como regional o costumbrista, sino como el empeño de ser, al igual que la Ñata, a pesar del tipo de existencia que hoy nos depara el presente. [1]Pr.D. y Magíster en Literatura Hispánica. Profesor de literatura en las Universidades Distrital y Nacional de Colombia. Investigador y profesor del instituto CARO Y CUERVO. [2] Cecilia Caicedo Jurado. La ñata en su baúl. Colección de Escritores del Risaralda, nº 5, 1990, p. 37. Las demás citas  a esta obra se harán en el texto mismo del trabajo. [3]MijailBajtín. Teoría y estética de la novela. [Trad. De Helena S. Kriukova y Vicente Cazcarra], Madrid, Taurus, 1989, p. 147

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 11:20 AM

Entrevista

Hablando con  Cecilia Caicedo Jurado. Por: Mirot Caballero.   Tras repasar su obra, resulta evidente su inclinación por la crítica más que por la narrativa ¿Dónde nace esta elección? Se deriva de mi formación académica, tengo un doctorado en filosofía y letras, sección literatura Hispánica, de la universidad Complutense de Madrid, una especialización en el Instituto Caro y Cuervo en Literatura hispanoamericana, y  como investigador lingüístico, de OFINES, en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. Profesionalmente me desempeñé como profesora universitaria, categoría titular. Y es en la docencia y la investigación científica donde el ejercicio de crítica literaria fue desarrollándose de manera connatural a la labor rigurosa  y necesaria de la academia,  de lo contrario la enseñanza de la literatura se tornaría una labor repetitiva, memorística, libresca y sin sentido. Es importante que el profesor en literatura establezca su punto de vista, focalice su discurso y asuma con criterio su autonomía de cátedra, como igual debe ocurrir en todas las ciencias humanas. En esa medida ¿Qué autores influyeron tanto en su obra como en su actividad docente? Cuando yo realizaba mis estudios en los años setenta, los autores más influyentes venían de Europa, y eran los franceses quienes manejaban el escenario internacional en teoría crítica, literatura y cultura. Hablo de autores como Lucien Goldmann y Roland Barthés. Pero también desde otras latitudes el debate teórico lo animaban otras escuelas y corrientes epistemológicas  como las difundidas por  Walter Benjamín,  el Círculo de Praga y toda la teorética de la deconstrucción. Los años setenta fueron importante referente dentro de mi formación académica y mis inicios en la docencia. Cuando realicé mi doctorado en Madrid, el escenario estaba dominado por el estructuralismo francés, pero con igual fuerza Tzvetan  Todorov reforzaba esas propuestas junto a los matices teóricos que se iban creando  en torno a adhesiones y divergencias, pero todos esos postulados propiciaron la formación académica de esas décadas. Con el paso del tiempo en diversos congresos nacionales y latinoamericanos de literatura y en general de ciencias humanas se va reafirmando la tendencia de asumir que si bien estos referentes  teóricos eran importantes, el país necesitaba su propia mirada crítica, sin negar sus conectivos universales. Ver e interpretar el proceso nacional colombiano desde el sabor local mas allá y más acá de referenciales externos para lograr, de ser posible, leernos por fuera de los lentes ahumados, que habían sido validados para otros tiempos y espacios. Recuerdo por ejemplo, que por entonces se usaba (y la inflexión verbal es a propósito) a Vladimir Propp que aplicaba su teorías al cuento popular ruso, desde ese punto de referencia teórica aquí en nuestro suelo académico algunos profesores formularon la interpretación del cuento popular colombiano a la luz de idéntico esquema, lo que bien podía considerarse un atrevimiento, una osadía y un despropósito. Entonces se comenzó a plantear la necesidad de encontrar un acercamiento identitario, que partiera incluso de procesos fundacionales para focalizar finalmente lo realizado en estética, no sólo desde la historiografía  literaria sino sobre todo en el ejercicio teórico. Se trataba de  ver cada país latinoamericano desde su autonomía y legitimar nuestra visión del mundo, superando la mera aplicación de lo que se daba en otras latitudes. En este sentido, obras como “Las venas abiertas de América Latina”, de Eduardo Galeano, resultaron fundamentales en ese proceso. El desarrollo, alcance y perspectivas de los estudios semiológicos que para el caso colombiano se inauguran por esa misma época le propició al país académico asumir nuevas posturas frente al proceso  cultural y su lectura de mundo. En mi caso, comencé a sostener que la literatura no podía verse aislada, sino en consonancia con el desarrollo de otros discursos como la política, la historia, la sociología, todos los cruces posibles, porque en la literatura, lo que hay es la síntesis del mundo. Todos esos elementos y disciplinas se cruzan en lo literario y la literatura da cuenta de ello a través de la creación e inserción estética de personajes, asuntos, estructuras, etc. Pero si la literatura resulta tan importante ¿Por qué elegir hacer crítica y no literatura directamente? Porque es  vital en nuestro contexto hacer crítica literaria y por supuesto importa y mucho hacer literatura, pero sin lectura crítica de alguna manera se frena, se distorsiona o no se mide adecuadamente el ritmo y el avance del proceso cultural. Por mi parte he escrito tres novelas. Sin embargo, para el escenario cultural de Colombia, lo que hace falta es crítica: No demerito el ejercicio narrativo, ambas formas son igualmente importantes, pero el ejercicio crítico se ha producido menos en nuestro país y continente, ¿será que es mucho  más difícil e implica mayor esfuerzo intelectual la crítica? De lo que sí estamos seguros es que ella  es labor que debería estar vinculada a la docencia, en todos los niveles para formar pensamiento crítico en el lector y el ciudadano del común. Enseñar a enseñar y enseñar a pensar sostenía el excelente maestro colombiano, Estanislao Zuleta. Como decía, este ejercicio teórico está ligado a la búsqueda de una identidad. Uno de mis primeros libros fue Origen de la literatura en Colombia, y el título ya es polémico porque se trata de cuestionar el momento en que se inicia la literatura en nuestro país y evidenciar los errores y el dogmatismo de la mirada oficial que nos habían enseñado, por ejemplo, que la literatura en Colombia se inicia con La suma de Geografía de Martín Fernández de Enciso, publicado alrededor de la segunda década del siglo XVI. Juicio que propicia un error histórico muy grande, según el cual nuestra literatura inicia con un libro de geografía, y por otro, blanquea todo nuestro pasado cultural, negando la abundante producción literaria, estéticamente hermosa, realizada en tiempos de la América antigua, por las diferentes culturas nativas, antes por supuesto de la colonización española. ¿Es en este punto dónde surge su interés por el Yurupari? Si. Siendo profesora en la Universidad Tecnológica la institución abrió una convocatoria para investigadores y yo decidí concentrar mi trabajo sobre el origen de la literatura colombiana. El texto que salió editado lo conoció Héctor Orjuela, quien por el mismo tiempo realizaba su estudio del Yurupari,  libro que cita el trabajo realizado para la universidad tecnológica con el pseudónimo que utilicé para concursar, Lice, de suerte que ambas investigaciones fueron prácticamente simultáneas. Sin embargo ambos trabajos se hicieron desde lecturas y fuentes teóricas diferentes. La Universidad Tecnológica publicó mi libro El origen de la literatura colombiana: El Yurupari, que deriva su importancia por abordar de manera totalizante asuntos estructurales y de focalización discursiva. Y es definitivo en este tema la publicación en la década de los 80s. del siglo pasado del excelente texto de Héctor Orjuela, con la versión del poema realizada por Susana Salessi. Con  este tema y otros de literatura colombiana, el Doctor Orjuela pasará a la historia cultural por su meritoria  búsqueda de recobros culturales, como el designa a sus invaluables rescates de obras y autores. Siguiendo con mi proceso, que es motivo de su pregunta,  pocos años después se publicó una antología poética, de mi autoría, en una  colección conmemorativa de  los quinientos años  del descubrimiento de América, que realizó la editorial Fica de Bogotá y “Tiempo presente”. William Ospina publicó por esos días un estudio sobre Poesía colombiana, en el cual reconoce la importancia del  estudio publicado por  la Universidad Tecnológica de Pereira, subrayando que el poema del Yurupary  o la leyenda del Vaupés es el origen de la poesía en Colombia. Años después para la Editorial Magisterio, preparé una versión libre de dicha leyenda en la cual  cambié el orden y la secuencia del poema, buscando de esta manera y a solicitud de la editorial, producir un texto, dirigido a lectores juveniles, que se publicó en las colecciones: “montaña mágica”, para América Latina  y “Mitos y Leyendas” para el mercado nacional. Aparte de la crítica literaria ¿Ha explorado otros aspectos teóricos en su obra? Bajo la misma óptica investigativa que he comentado en la pregunta anterior he realizado un trabajo historiográfico. Desde ahí he planteado lo siguiente: Pensar una región es pensar su cotidianidad. No es pensarla a posteriori o bajo parámetros trascendentales, por el contrario la base es la memoria. En esa medida, la historia no puede ser un conteo de batallas y personajes, sino que desde la literatura se responden  preguntas sobre qué y cómo se sintieron, vivieron o se percibieron los eventos sobre muerte,  guerra, violencia igual que sobre temas de otros órdenes como amor y desamor, encuentros y desencuentros, sueños, frustraciones, etc. Cuando hace 35 años aproximadamente llegué a Pereira, habiendo concluido mis estudios en Europa, quise relacionarme con el entorno. Siempre he pensado que la mejor manera de conocer un lugar es leer lo que su gente produce. No sólo libros, sino lo que se pinta en las calles, sus grafitis, costumbres, etcétera. La única autora que había leído de Pereira era Alba Lucía Ángel Marulanda con su “Estaba la Pájara Pinta, sentada en el verde limón”, de suerte que inicie el rastreo de obras  y autores de ese espacio que no era complejo, ni hostil, sino amable, delicioso, pero poco estimulante a nivel intelectual. Por eso decidí leer todo lo que  se había producido. Un gran amigo, el poeta Luis Fernando Mejía Gómez, que era miembro de la junta directiva de la Corporación Biblioteca Pública, conoció las notas que había elaborado fruto de estas lecturas,  para mi cátedra de literatura de Pereira, en un tiempo que era un exabrupto hablar de ello. Luis Fernando Mejía asumió que esas reflexiones eran novedosas y propuso su edición a la Biblioteca pública municipal, que por entonces la dirigía Julián Serna Arango. Y es que nadie nos leía, dentro o fuera del terruño. Entonces se propuso publicarlo y así fue como surgió el libro titulado Literatura Risaraldense. Para escribir este texto tuve que abrir ese concepto torpe según el cual un escritor regional era el que había nacido en una determinada región. Para mí, escritor regional es el que transforma el lugar que habita. Ejemplo de ello es Mario Escobar Velásquez, quien es de origen antioqueño pero que vivió algunos años en Pereira. Él escribió unas novelas fabulosas sobre Pereira y vivió las calles de Pereira, como resultado de su experiencia de vida en la región. Sin embargo, este autor es mucho más valioso que un nativo de la ciudad porque se permitió en sus novelas llenar de sentido y volcar una lectura distinta y enriquecedora. Con “Literatura risaraldense”, que se presentó en la primera feria del libro de Bogotá, se propiciaron varios efectos, el primero fue el gesto de desdén y extrañeza. Les parecía insólito pensar la literatura desde Risaralda, pero  defendimos la propuesta explicando que el título señalaba los autores que hubiesen vivido, creado y editado en este departamento y no una categoría particular de risaraldense como un simple regionalismo de nacimiento. El segundo interrogante suscitado fue sobre el título, como si él señalase que los autores de esa región del país hubiesen creado una particular literatura. En tercer lugar vino una reacción de alta favorabilidad cuando su metodología empleada se convierte en camino posible para realizar trabajos similares en departamentos como Antioquia, Tolima y Huila. Comenzaron a aparecer las primeras literaturas regionales, no como obras limitantes sino como una afirmación de la región cultural y la importancia de asumir los aportes locales y regionales dentro del proceso nacional. En este mismo sentido realicé un trabajo titulado La novela en el departamento de Nariño, que fue publicado por el Instituto Caro y Cuervo. La importancia del estudio de la literatura regional no puede limitarse simplemente a visibilizar a los escritores de un lugar particular, pues eso tan solo significaría alimentar el ego provinciano. Estos esfuerzos teóricos redundan en una convicción política y social, pues se trata, en última instancia, del autoreconocimiento como requisito sine qua non para tener una posibilidad de crecimiento real, considerando que no es posible realizar los sueños futuros con un pueblo inculto, que no se lee a sí mismo. Todas mis actividades, conferencias, conversatorios, programas de radio, surgen de esta convicción: la ignominia de estos pueblos es el sometimiento, que es fruto de mantenernos como infantes que no le apostamos a la cultura, y si no le apostamos a la cultura, no hay inteligencia, y sin inteligencia tampoco hay ética posible. No es solo una tarea que deben asumir los docentes, sino todos los ciudadanos,  pero ante todo los políticos, que tienen la capacidad de apostarle a la construcción de programas de difusión y disfrute de la lectura, particularmente de la regional. Hablemos ahora de su obra narrativa. Me dijo usted que era autora de tres novelas. Si, soy narradora, autora de tres novelas. La primera novela que escribí fue La Ñata en su baúl, que en 1990 se editó en la colección de  escritores risaraldenses. Curiosamente todos mis libros han sido publicados dentro de alguna colección. Cuando escribí esta novela, supe del concurso un día antes de que este cerrara, y precisamente yo me iba esa misma tarde para Viena a un congreso de literatura. Alcancé sin embargo a enviarlo. El jurado estaba integrado por Manuel Mejía Vallejo, Carlos Orlando Pardo y el pereirano Julio Sánchez Arbelaez. A ellos debo su edición, mientras me encontraba en Viena en un coloquio sobre literatura colombiana, en donde presenté parte de mi estudio sobre la leyenda del Yurupari. De dicho encuentro en Viena resultó la traducción al alemán que realizó el argentino Renato Vecelio  y al  húngaro por Ferenc Zsongy. Así que esa novela breve que había sido escrita no para el público sino como una labor íntima y gozosa, es decir para mi disfrute, pues solo aspiraba ser crítica, nació con la buena estrella de las ediciones. Mi segunda novela es Versiones sobre Esteban, que ha salido en dos oportunidades, incluyendo una edición hecha  en el 2008 por Pijao Editores que contiene tanto a La Ñata en su Baúl como a Versiones sobre Esteban. Este libro hace parte de la colección 50 Novelas colombianas y una pintada, que a juicio de los editores, reúne las cincuenta novelas breves más importantes de Colombia en el siglo XX. Pero tiene el problema que Variaciones para Esteban quedó oscurecido en el título, con lo cual se cree que es una sola novela. La segunda edición de Variaciones sobre Esteban la realizó en el año 2012, una editorial virtual, crearte 3000. Mi tercera obra narrativa, Verdes sueños, editada por la Gobernación de Nariño, trata sobre el diciembre trágico, del año de 1822,  episodio de ingrata recordación  en la historia nariñense durante la época de la independencia.  ¿Con qué piensa continuar ahora? ¿Hay alguna novela en mente? Tengo algunos libros y artículos teóricos inéditos y otros iniciados, pero sé que voy a continuar con mis dos discursos fuertes: la teoría crítica y la narrativa. Estoy preparando un manual de literatura colombiana, que habría que corregir y revisar.

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