Néstor Gustavo Diáz

Última actualización: Martes, Septiembre 23, 2014 8:49 AM

Obras publicadas: Néstor Gustavo Diáz

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Entrevista del autor: Néstor Gustavo Diáz

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Sobre el autor: Néstor Gustavo Diáz

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 10:09 AM

Biografía

Néstor Gustavo Díaz nació en Manizales en 1944. Es psicólogo egresado de la Fundación Universidad de Manizales. Desde la literatura a incursionado en el cuento, la novela, el ensayo y la poesía. De igual manera, ha colaborado en diferentes medios escritos tales como periódicos y revistas.   Su narrativa se caracteriza por abordar temáticas sociales desde una óptica irreverente y crítica, que le ha valido tanto la admiración de sus contemporáneos como la incomprensión por fuera del ámbito literario y académico, hasta el punto de alejarse de su ciudad natal desde hace casi treinta años.   Sus novelas han sido reconocidas a nivel internacional en certámenes y concursos, tal es el caso de La última inocencia, finalista en el V Concurso Plaza y Janes; La bruja de Lanta, primer puesto del XIII Premio Felipe Trigo llevado a cabo en España, y obra Leo Von Hiena, primer puesto en el Concurso de Literatura de Caldas.   Actualmente reside en Bogotá.

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Cronología

Vida y obra de Néstor Gustavo Díaz.

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 10:07 AM

Textos del autor

Prólogo de la novela Leo von Hiena.   Soy un Psicólogo y me limité a recoger la información de Leoncio del Lobo White y lo hice durante los años 1958 al de 1973, recogí los testimonios escritos y hablados sobre el “paciente”, “loco”, “demente”, “orate” y otras etiquetas que se dan al que llega a una disfunción cerebral. Los documentos pertenecen a su juventud, y los escritos últimos de su hoja periódico Área de Incertidumbre. El sujeto entregado al Psiquiatra fue Leoncio Del lobo White, por parte de la familia para evadir el rumor social de poseer un pariente enfermo del cerebro. La tradición del siglo XX y los anteriores ocultaban al llamado “loco”, y los que tuvieran deformidades físicas eran mandados al “cuarto de San Alejo”. El enfermo, en este caso Leoncio, por decir lo menos de un individuo que se opone a la tradición. Escribía en cualquier cartón que encontrara en la calle en un lenguaje abstracto. No se ha podido descifrar ese lenguaje críptico en las academias especializadas. La supuesta hermana, Petra, contó los detalles íntimos de Leoncio, en grabaciones que se encuentran archivadas en el manicomio de San Juan de Dios. Para no faltar al rigor científico, se tomaron notas de las disertaciones del Psiquiatra, a pesar de que los Psiquiatras dicen que los Sicólogos son los “saca-micas” por excelencia. Dicen que Leoncio mató a un adolescente de su misma edad. Cuentan, porque no quedó legajo judicial  que Leoncio disfrazó al adolescente de San Sebastián matándolo con una flecha para lograr realismo. Manifiestan que Don Jacobo tapó el crimen con dinero e influencias. Pero la verdad es que sobre este hecho no queda documento. Lo único que ha quedado claro es que Leoncio Del Lobo escribía en jerga cuando quería, por furia o por alguna razón desconocida, expresar sus sentimientos. Era el caso de un demente “sin importancia colectiva”, como decía el francés. En la lingüística moderna se cambia como si esto mejorara el problema, hoy se dice “paciente” al “loco” porque el mundo del “loco” quedó atrás, según la “Anti-psiquiatría”. De todas maneras, Leoncio del Lobo W., fue numerado como el caso 130643, de esta manera facilitaría la inserción de su “Hoja Clínica” en una carpeta. Cuando fue consultado el archivo parroquial, se comprobó que Leoncio Del Lobo White era hijo de Jazmín Del Lobo y padre desconocido. Leoncio era específico en su figura. No pasaba inadvertido. La gente se acostumbró a su presencia. Él seguía absorto en sus manías diarias. Simplemente era un hombre con gabán y un cartapacio de papeles en la mano. Leoncio vivía perdido en el mundo del silencio, porque nunca hablaba. Andaba, recorría las calles de arriba para abajo sin rumbo fijo. Permanecía solitario. Ningún delirante camina en compañía. Parecía envuelto en una meditación eterna. El silencio se confunde con la inteligencia. ¿Tendrá el “insano” recuerdo? ¿Quién ha visto el interior del movimiento del pensamiento en la masa encefálica? Leoncio buscaba la manera de convertir cada sensación evocada en una palabra de su invención que la convertía en clave; esas palabras extrañas las publicaba en un periódico que a veces aparecía. Lo que escribía es de imposible traducción. Lo más cercano era el lenguaje de los poetas franceses Breton, Mallarmé, etc. A veces un sonido gutural condensaba una vivencia del “aquí y el ahora”, lo hacía a menudo cuando recordaba algo. Otras veces, de ello dejó constancia, con un golpe nervioso del trigémino recogía una historia en movimientos faciales. A esto se llama “tic” en el habla corriente. El Psiquiatra que lo atendió aseguraba que cualquier cosa permitía una lectura real, y para descifrar el mundo del inconsciente acudía a los juegos de las claves y los dibujos que Leoncio hacía, en nada se diferenciaban de los cartones que mostraba como obras de arte que el vulgo mal llamó garabatos, que dista mucho de su real interpretación. Leoncio publicaba con cierta frecuencia. Lo cierto es que ese idioma extraño, decían, era una ofensiva contra el sistema. Pero a nadie molestó que se encontrara con escritos impugnatorios, pero como era de imposible descripción, la sociedad lo dejaba pasar: “Lo que no se comprende no ofende”. No imploraba caridad, por lo tanto no era incómoda la presencia del “loquito”. Otros, afirmaba de “aberraciones” como la homosexualidad, fumar marihuana, el tomar “pipo”, etc., y muchos “pecados” más. El que lo veía por primera vez no lo definía como “loco” o “mendigo”, luego por los comentarios el visitante sabía que estaba “mal de la cabeza”. Leoncio nunca se cambió de ropa. Era como un fantasma que deambulaba por las calles, con una carpeta llena de papeles; poemas crípticos, cartas, recortes de periódicos; esas constantes certificaciones que hace la civilización para demostrar que existe. Hay mucha gente, especialmente los  señores historiadores, que deja la constancia del ayer. Muchos tienen opiniones encontradas sobre Leoncio. La tradición popular lo dejó Leo, porque así firmaba sus escritos. Lo de “Leo”, era homenaje al rey de los agresivos animales aunque “careciera de razón”; el león es el habitante de la selva y con su presencia impone la Ley. Eso de llamarlo “Leo” estaba relacionado con los animales que no tienen pasado ni futuro, porque el “loco”, según la tradición, vive en un presente perpetuo. Leoncio Del Lobo, era como don Quijote que luchaba contra dragones, hidras, basiliscos y otras alimañas. A don Quijote lo respetan porque es ficción, pero como Leoncio estaba “loco”, no merecía respeto. Una de las pocas veces que habló fue cuando comentó al Psiquiatra que su cerebro se iba llenando de palabras que se introducían en completo desorden por cualquiera de los ochos esfínteres, que se incrustaban en su pensamiento y que allí iban creciendo de una manera desproporcionada hasta convertirse en una serie de olvidos que crecían como coleópteros, produciendo cargos de conciencia de lo que pudo ser y un destino ciego no permitió. Estas palabras invasoras, obsesiones, luchaban por fijarse en la memoria y quedarse allí, pero a veces, salían de esa prisión en forma de poemas, novelas, escritos de difícil interpretación. Las pocas veces que habló, reconoció que vivía en un combate singular con la realidad. Afirmó que sentía en carne propia los militares que golpeaban en la calle a los manifestantes; le dolía ver a esos vendedores callejeros que no se doblegaban a pedir el pan nuestro y eran llevados en camiones. Le dolía eso y mucho más. Su oposición en escritos donde afirmaba que alguien estuviera sufriendo tortura, exilio, desplazamiento, ostracismo, discriminación. Se negaba a lo que consideraba injusto. Luego de ese incidente hablado, nunca más se volvió a expresar. Para conocer de sus intimidades el Psiquiatra se valía de su hermana tía. Leoncio leía mucho. Uno libros los compraba en librerías de segunda, otros se los facilitaba la gente; esos libros eran su pasión; no discriminaba a Corín Tellado o a Havel, pues los impresos contenían muchas huellas imborrables, como las revistas, actas notariales, propagandas, recibos, etc. Era en definitiva un filósofo que no escapaba a las terribles contradicciones del hombre. Mientras rumiaba un libro, extraía lo mejor y lo dejaba plasmado en un escrito que sólo él comprendía. Más aguda que su memoria para leer, era su olfato. Cuando algún estímulo lo remitía al pasado: un libro, un olor o la visualización de algo, regresaba a ese tiempo; vivía lo ya vivido de manera nítida. Por estas razones nunca comprendió Leoncio, así consta en el informe del Psiquiatra, que su vida fuera un permanente pasado que se convertía en presente cuando le llegaba el estímulo. Comprendió que la mujer no le atraía ni representaba una meta para el goce. Sabía, por los escritores religiosos, que la mujer era un ser despreciable; la mujer era un raro elemento no ajustado a su naturaleza y odiado por los Santos Padres: “¡Dios es misógino!”, decía. Los primeros, San Pablo, Orígenes y Tertulianos, que vieron en la mujer una prolongación del mal. Y Dios por boca de San Agustín dejó en claro que era poco afecto a la mujer. Leoncio, de adolescente, llevaba un diario y apuntaba que la mujer era un ser desvalido y pegajoso, tal como lo afirmaban San Luis Gonzaga y los ilustres castellanos que solicitaban obediencia incondicional de la mujer; por lo tanto, estaba impedida para comprender el por qué había mordido la manzana. Ese sentirse diferente en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, por esa sexualidad trastocada, le causó una profunda tristeza y se dedicó a dolorosos silicios para curar ese mal que la ciencia y al religión objetaban de manera drástica. Desde el Levítico, libro de la Biblia, al que tiempos  después le dedicó el último escrito, ya estaba señalado lo que sufriría el creyente que padeciera un mal abominable que estaba rechazado por el orden sabio de la naturaleza y de Dios. Leoncio se desesperanzaba a medida que iba encontrando en la historia juicios a los aberrados. Inquisiciones y condenaciones les esperaban a los que seguían a Caín, porque no fue con una quijada sino con su propio falo que Caín venció a Abel. Lo anterior fue la recopilación de los documentos y las investigaciones que llevé como Psicólogo de 1958 a 1983. Leoncio falleció en el año 1983. Nació en 1928 y murió a los 55 años. Se desprende entonces que Freud, Marx, no se imaginaron cuando escribieron sus tratados, que la humanidad tendría avances que ellos no imaginaron. Por lo tanto, Freud y Marx fueron muy acertados en su momento, pero en esta realidad las relaciones de los hombres han cambiado de una manera total. Hoy sólo sirve una ciencia que prediga el futuro; los futurólogos se pueden aproximar a las realidades del hombre, que vive cambiando de una manera acelerada. ¿Es el hombre de hoy el mismo de 1914?

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Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 10:05 AM

Mirada crítica

La estética del escándalo. 1974: el año de Néstor Gustavo Díaz. Por: Roberto Vélez Correa   Néstor Gustavo Díaz (Manizales, 1944) fue siempre un escritor rebelde, crítico mordaz de la sociedad tradicionalista y del notablato económico financiero. Su pluma fue esgrimida por una especie de Diablo Cojuelo que actuaba de voyeur de la intimidad en las alcobas de la crema y nata de la sociedad. Al editar La loba maquillada[1] prendió el ventilador que enlodó a más de una conciencia. Esta novela de estilo tremendista y procaz recrea cataclísmicamente la saga de Florivandalia Huasipungo de Bracamonte, una encopetada dama de la ciudad que gobierna el departamento, junto a la abominable biografía de su hermano Holofernes, un exsenador homosexual. Ambos personajes discurren como zombis que abandonan las ruinas de Sodoma y Gomorra en medio de ascosos ritos paganos. Desde ya ingresa en los libretos novelescos de Díaz la controvertida Santa Maga Madre Anatolia, presentida en Los ritos y protagonista en posteriores obra de teatro y otros sainetes. Dividida en capítulos precedidos por síntesis medievalistas, esta novela provocó escalofrío entre los aludidos, pues la histeria colectiva siempre tiende a encontrar las correspondencias entre la realidad y la ficción. A pesar de su estilo cargado de adjetivos degradantes e imágenes hiperbólicas, Díaz logra con su Loba  una historia esperpéntica, desacralizada, y sobre todo, inicia en Caldas, desde su capital, lo que he denominado la estética del escándalo. Esta clase de ficción es situada en un ámbito más acorde con el referente histórico de la provincia que se debate entre los pujos rurales y los afanes desarrollistas de las capitales. En estos universos hay muy poco espacio para la espátula de un narrador paisajes geográficos exuberantes. En cambio la caracterización de la personalidad individual y las fisuras, es uno de los alicientes que mueven al lector a continuar el paso de las páginas. La relación del ciudadano inscrito en una clase económica determinada, con la colectividad, es la constante que envuelve los hitos narrativos de estos autores, quienes, además, caen en idénticas preocupaciones ideológicas, cuando no estructurales. En el panorama nacional, José María Vargas Vila (1860-1933) (del Olimpo radical) fue uno de los pioneros de este estilo rasgado, urticante, pero a la vez afectado de referencias cultas, atiborradas de dioses y mitos parnasianos. La saga del irreverente y ególatra panfletario de principios de siglo sirve de confrontación a la prosa de un país que se depuraba en los escritorios de sus dirigentes gramáticos, quienes elevaron el ejercicio de la palabra a un casi requisito constitucional para llegar al parlamento y alcanzar el solio de Bolívar. En Caldas fue Bernardo Arias Trujillo (1903-1935) (de la fase terminal del grecoquimbayismo) el que se rev(b)eló como emisario lingüístico de la inconformidad social con sus ensayos  En carne viva (1934). No obstante, el autor de otras páginas más mesuradas en Diccionario de emociones (1938), toma distancia en Risaralda (1935) y muchos de sus poemas, con respecto a sus encendidos discursos de periodista y ensayista. El polémico Tulio Bayer, oriundo de Manizales y fallecido en París, nunca declinó del tono agresivo de su voz en Carretera al mar (1960) y Carta abierta a un analfabeto político (1977), Gancho ciego (1978). Fue un caso sui géneris de rebeldía  que lo llevó a renunciar a un confort profesional y burocrático, toda vez que de médico rural pasó a Secretario de Salud Departamental; sin embargo, escandalizado por la corrupción administrativa de sus colegas y subalternos, decide comprometer su posición con la denuncia de vicios. Finalmente puede más el criterio oficial sobre le idealismo de un intelectual que no quería enlodar su conciencia. El radicalismo de Bayer lo empujó al monte como guerrero activo  y luego como exiliado a Europa; pero ya había fustigado con su verbo la encopetada clase política regional, sin ceder un ápice en sus denuncias. En la pluma de Eduardo García Aguilar resurgiría como figura protagonista en El Bulevar de los héroes: “La obsesión por el sueño de las nuevas generaciones revolucionarias se alivia en El Bulevar de los héroes que en consecuencia no es más que un doble “arreglo de  cuentas”: el primero, con su amigo médico y escritor manizalita Tulio Bayer, un héroe caído que vivió sus últimos y más tristes años en París” (Loaiza, 2001: 78).[2] En otro exiliado, Samuel Jaramillo-Giraldo (1925- ), autor de Morrogacho (1963), parecen decantarse las tendencias temático-estructurales de los antecedentes citados, y a partir de él, el grupo de escritores que forma una escuela narrativa, por las preocupaciones sociales; pero, más que todo, por el tipo de lenguaje utilizado para plasmar esos motivos en la ficción. En efecto, es en la novela Morrogacho donde las relaciones de clase generan los conflictos, aunque sin delimitarse dialécticamente estos niveles como se haría a la luz de la teoría marxista, pues apenas se ponen en contradicción dos estratos de producción: la clase alta, representada por sus dirigentes, y la clase media por el aparecido que medra en torno a la primera con el fin de disfrutar parte de sus privilegios o al menos subsistir. Es el caso del abogado Sósimo, quien se convierte en el amanuense de los ricos de una ciudad que parodia, si nos atenemos a los indicios, a Manizales. Un ingrediente fundamental en los universos imaginados de estos novelistas, es el que resulta de la impostación  de valores éticos entre individuos  que alcanzan posiciones sociales cuando no están preparados para el cambio. El personaje es el nuevo rico que de las alpargatas pasó a calzar mocasines italianos. A partir de aquí se explican las causas de la degeneración moral, las acciones de una clase que funge un papel de hombres bien, puerta afuera,  mientras en las alcobas y jardines de sus mansiones pecan para ofrendar a los dioses paganos que reciben con beneplácito los excesos del cuerpo y los dobleces del alma. La hipocresía, la religiosidad ritual y el convencimiento de un derecho a la riqueza por designio divino, son pilares que sostienen la comunidad donde el chisme, la suspicacia, la murmuración y la maledicencia se vierten en palabras picantes de un discurso que, en cierta forma, rinde culto a la problemática, al asunto o a la historia. Las escenas, los diálogos, las intrusiones del narrador, que juzga y editorializa, están circunscritos a recintos urbanos que cada vez se reducen más hasta caber en los confesionarios de un templo, desde donde se puede, perfectamente, irradiar todo el material narrable del asunto. Entonces, es cuando el referente espacial, las fronteras tridimensionales, someten la ficción a discursos constreñidos donde el chismeo es un fórmula y al mismo tiempo es tema. La bastardía, que tanto le recriminan los de arriba a los de abajo, se refleja en un lenguaje igualmente descastado; a veces brutal y escatológico que abandona la elegancia de aquellos modelos intelectuales que enorgullecen a la burguesía. Y es porque el punto de vista tiene una dirección de abajo-arriba en estas novelas. Son los venidos a menos quienes toman la vocería y miran el desarrollo de la historia; por lo tanto, la perspectiva les pertenece. En consecuencia, el resentimiento selecciona el vocabulario y dirige la acusación. Si los narradores pertenecieran al bando de los acusados, sin duda alguna tendríamos un discurso amanerado y disfrazado de un interés retórico, que no relajara la dignidad de sus voces narrativas. Considero de suma importancia situar desde este punto de vista estético la tendencia narrativa que tiene en Néstor Gustavo Díaz Bedoya a su máximo representante. Como se puede advertir, hay toda una tradición que parte de tiempos antiguos y medievales. El Decamerón (1349-1351) de Giovanni Bocaccio (1313-1375) y sus narraciones que muestran descarnadamente las debilidades de religiosos y seglares, desde príncipes hasta burgueses, constituyen historias que siempre han contado con el interés morboso del lector. Ciudades como Manizales, que más bien parecen aldeas grandes antes que metrópolis, son territorio abonado para el chisme, que hace circular la intimidad de los intocables. Este autor siempre ha incursionado en esta clase de ficción situada en las alcobas de los poderosos, que también van al baño y tienen deslices sexuales. La hipocresía social es la veta que explorará en su narrativa, incluso en sus obras de teatro como El mítico burdel (1972) y La noche de la estrella invertida (1982). Los libretos de la primera recogen la leyenda de una monja que combinó su prestigio de santa con la leyenda del claustro que regentaba, dedicado al celestinaje y la prostitución. Historia escabrosa de religiosas y obispos involucrados en embarazos, abortos y timación colectiva. Por su lado, la segunda recupera otro episodio, este si registrado en los archivos de la justicia, de un homosexual asesinado por otro en un macabro ritual de celos, acaecido en las calles del malevaje manizalita, refugio de camajanes, drogadictos y antisociales de toda índole. Al igual que en sus novelas, los diálogos son descarnados, violentos, sin concesiones para las buenas conciencias. En torno a Néstor Gustavo Díaz surgen otros escritores que caen en idénticas preocupaciones expresivas, algunos afiliados a su estética de escándalo, otros que en ciertos pasajes de sus ficciones explotan la temática que hace gozar a propios y a extraños. [1] Néstor Gustavo Díaz Bedoya. La loba maquillada. Bogotá: Editorial Tercer Mundo, 1974. [2] José Fernando Loaiza. Manizales en la trilogía de Eduardo García Aguilar.  Manizales: Fondo Editorial Universidad de Caldas, 2001, p. 78   Fuente: VÈLEZ, Roberto. Literatura de Caldas 1968 – 1997. Editorial Universidad de Caldas. Manizales, 2003.

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