Mirada crítica

La estética del escándalo. 1974: el año de Néstor Gustavo Díaz.

Por: Roberto Vélez Correa

 

Néstor Gustavo Díaz (Manizales, 1944) fue siempre un escritor rebelde, crítico mordaz de la sociedad tradicionalista y del notablato económico financiero. Su pluma fue esgrimida por una especie de Diablo Cojuelo que actuaba de voyeur de la intimidad en las alcobas de la crema y nata de la sociedad. Al editar La loba maquillada[1] prendió el ventilador que enlodó a más de una conciencia. Esta novela de estilo tremendista y procaz recrea cataclísmicamente la saga de Florivandalia Huasipungo de Bracamonte, una encopetada dama de la ciudad que gobierna el departamento, junto a la abominable biografía de su hermano Holofernes, un exsenador homosexual. Ambos personajes discurren como zombis que abandonan las ruinas de Sodoma y Gomorra en medio de ascosos ritos paganos. Desde ya ingresa en los libretos novelescos de Díaz la controvertida Santa Maga Madre Anatolia, presentida en Los ritos y protagonista en posteriores obra de teatro y otros sainetes.

Dividida en capítulos precedidos por síntesis medievalistas, esta novela provocó escalofrío entre los aludidos, pues la histeria colectiva siempre tiende a encontrar las correspondencias entre la realidad y la ficción. A pesar de su estilo cargado de adjetivos degradantes e imágenes hiperbólicas, Díaz logra con su Loba  una historia esperpéntica, desacralizada, y sobre todo, inicia en Caldas, desde su capital, lo que he denominado la estética del escándalo.

Esta clase de ficción es situada en un ámbito más acorde con el referente histórico de la provincia que se debate entre los pujos rurales y los afanes desarrollistas de las capitales. En estos universos hay muy poco espacio para la espátula de un narrador paisajes geográficos exuberantes. En cambio la caracterización de la personalidad individual y las fisuras, es uno de los alicientes que mueven al lector a continuar el paso de las páginas. La relación del ciudadano inscrito en una clase económica determinada, con la colectividad, es la constante que envuelve los hitos narrativos de estos autores, quienes, además, caen en idénticas preocupaciones ideológicas, cuando no estructurales.

En el panorama nacional, José María Vargas Vila (1860-1933) (del Olimpo radical) fue uno de los pioneros de este estilo rasgado, urticante, pero a la vez afectado de referencias cultas, atiborradas de dioses y mitos parnasianos. La saga del irreverente y ególatra panfletario de principios de siglo sirve de confrontación a la prosa de un país que se depuraba en los escritorios de sus dirigentes gramáticos, quienes elevaron el ejercicio de la palabra a un casi requisito constitucional para llegar al parlamento y alcanzar el solio de Bolívar. En Caldas fue Bernardo Arias Trujillo (1903-1935) (de la fase terminal del grecoquimbayismo) el que se rev(b)eló como emisario lingüístico de la inconformidad social con sus ensayos  En carne viva (1934). No obstante, el autor de otras páginas más mesuradas en Diccionario de emociones (1938), toma distancia en Risaralda (1935) y muchos de sus poemas, con respecto a sus encendidos discursos de periodista y ensayista.

El polémico Tulio Bayer, oriundo de Manizales y fallecido en París, nunca declinó del tono agresivo de su voz en Carretera al mar (1960) y Carta abierta a un analfabeto político (1977), Gancho ciego (1978). Fue un caso sui géneris de rebeldía  que lo llevó a renunciar a un confort profesional y burocrático, toda vez que de médico rural pasó a Secretario de Salud Departamental; sin embargo, escandalizado por la corrupción administrativa de sus colegas y subalternos, decide comprometer su posición con la denuncia de vicios. Finalmente puede más el criterio oficial sobre le idealismo de un intelectual que no quería enlodar su conciencia. El radicalismo de Bayer lo empujó al monte como guerrero activo  y luego como exiliado a Europa; pero ya había fustigado con su verbo la encopetada clase política regional, sin ceder un ápice en sus denuncias. En la pluma de Eduardo García Aguilar resurgiría como figura protagonista en El Bulevar de los héroes: “La obsesión por el sueño de las nuevas generaciones revolucionarias se alivia en El Bulevar de los héroes que en consecuencia no es más que un doble “arreglo de  cuentas”: el primero, con su amigo médico y escritor manizalita Tulio Bayer, un héroe caído que vivió sus últimos y más tristes años en París” (Loaiza, 2001: 78).[2] En otro exiliado, Samuel Jaramillo-Giraldo (1925- ), autor de Morrogacho (1963), parecen decantarse las tendencias temático-estructurales de los antecedentes citados, y a partir de él, el grupo de escritores que forma una escuela narrativa, por las preocupaciones sociales; pero, más que todo, por el tipo de lenguaje utilizado para plasmar esos motivos en la ficción. En efecto, es en la novela Morrogacho donde las relaciones de clase generan los conflictos, aunque sin delimitarse dialécticamente estos niveles como se haría a la luz de la teoría marxista, pues apenas se ponen en contradicción dos estratos de producción: la clase alta, representada por sus dirigentes, y la clase media por el aparecido que medra en torno a la primera con el fin de disfrutar parte de sus privilegios o al menos subsistir. Es el caso del abogado Sósimo, quien se convierte en el amanuense de los ricos de una ciudad que parodia, si nos atenemos a los indicios, a Manizales.

Un ingrediente fundamental en los universos imaginados de estos novelistas, es el que resulta de la impostación  de valores éticos entre individuos  que alcanzan posiciones sociales cuando no están preparados para el cambio. El personaje es el nuevo rico que de las alpargatas pasó a calzar mocasines italianos. A partir de aquí se explican las causas de la degeneración moral, las acciones de una clase que funge un papel de hombres bien, puerta afuera,  mientras en las alcobas y jardines de sus mansiones pecan para ofrendar a los dioses paganos que reciben con beneplácito los excesos del cuerpo y los dobleces del alma.

La hipocresía, la religiosidad ritual y el convencimiento de un derecho a la riqueza por designio divino, son pilares que sostienen la comunidad donde el chisme, la suspicacia, la murmuración y la maledicencia se vierten en palabras picantes de un discurso que, en cierta forma, rinde culto a la problemática, al asunto o a la historia. Las escenas, los diálogos, las intrusiones del narrador, que juzga y editorializa, están circunscritos a recintos urbanos que cada vez se reducen más hasta caber en los confesionarios de un templo, desde donde se puede, perfectamente, irradiar todo el material narrable del asunto.

Entonces, es cuando el referente espacial, las fronteras tridimensionales, someten la ficción a discursos constreñidos donde el chismeo es un fórmula y al mismo tiempo es tema. La bastardía, que tanto le recriminan los de arriba a los de abajo, se refleja en un lenguaje igualmente descastado; a veces brutal y escatológico que abandona la elegancia de aquellos modelos intelectuales que enorgullecen a la burguesía. Y es porque el punto de vista tiene una dirección de abajo-arriba en estas novelas. Son los venidos a menos quienes toman la vocería y miran el desarrollo de la historia; por lo tanto, la perspectiva les pertenece. En consecuencia, el resentimiento selecciona el vocabulario y dirige la acusación. Si los narradores pertenecieran al bando de los acusados, sin duda alguna tendríamos un discurso amanerado y disfrazado de un interés retórico, que no relajara la dignidad de sus voces narrativas.

Considero de suma importancia situar desde este punto de vista estético la tendencia narrativa que tiene en Néstor Gustavo Díaz Bedoya a su máximo representante. Como se puede advertir, hay toda una tradición que parte de tiempos antiguos y medievales. El Decamerón (1349-1351) de Giovanni Bocaccio (1313-1375) y sus narraciones que muestran descarnadamente las debilidades de religiosos y seglares, desde príncipes hasta burgueses, constituyen historias que siempre han contado con el interés morboso del lector. Ciudades como Manizales, que más bien parecen aldeas grandes antes que metrópolis, son territorio abonado para el chisme, que hace circular la intimidad de los intocables.

Este autor siempre ha incursionado en esta clase de ficción situada en las alcobas de los poderosos, que también van al baño y tienen deslices sexuales. La hipocresía social es la veta que explorará en su narrativa, incluso en sus obras de teatro como El mítico burdel (1972) y La noche de la estrella invertida (1982). Los libretos de la primera recogen la leyenda de una monja que combinó su prestigio de santa con la leyenda del claustro que regentaba, dedicado al celestinaje y la prostitución. Historia escabrosa de religiosas y obispos involucrados en embarazos, abortos y timación colectiva. Por su lado, la segunda recupera otro episodio, este si registrado en los archivos de la justicia, de un homosexual asesinado por otro en un macabro ritual de celos, acaecido en las calles del malevaje manizalita, refugio de camajanes, drogadictos y antisociales de toda índole. Al igual que en sus novelas, los diálogos son descarnados, violentos, sin concesiones para las buenas conciencias. En torno a Néstor Gustavo Díaz surgen otros escritores que caen en idénticas preocupaciones expresivas, algunos afiliados a su estética de escándalo, otros que en ciertos pasajes de sus ficciones explotan la temática que hace gozar a propios y a extraños.



[1] Néstor Gustavo Díaz Bedoya. La loba maquillada. Bogotá: Editorial Tercer Mundo, 1974.

[2] José Fernando Loaiza. Manizales en la trilogía de Eduardo García Aguilar.  Manizales: Fondo Editorial Universidad de Caldas, 2001, p. 78

 

Fuente: VÈLEZ, Roberto. Literatura de Caldas 1968 – 1997. Editorial Universidad de Caldas. Manizales, 2003.

Última actualización: Lunes, Junio 25, 2012 10:05 AM
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