LOS SUICIDAS DE LA PALABRA[1]
Por: Diana Hoyos Valdés
La vida es lo poco que nos sobra de la muerte.
Walt Whitman
El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extrañó y una serie de posibilidades funestas, que tienen su y valor estratégico, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
(E. Cioran. Breviario de Podredumbre)
El suicida nos sorprende siempre como una cachetada alzada en el vacío. Nos preguntamos por las causas posibles, por los oscuros motivos que lo llevaron a cegar su existencia, o si en el último momento lo cobijó la cobardía o la valentía. Todo lo que digamos es vano. Siempre el gusano de la duda puede hacernos idear marañas espesas de hilos oscuros tras los motivos que se nos aparecen como reales, y los últimos pensamientos del suicida se nos vuelven para siempre misteriosos.
Los suicidas de la Palabra aborda el suicidio, asumiendo de entrada el misterio que oscurece las historias inconclusas de quienes han aligerado su partida. Es una ficción creada a partir de retazos de realidad que han llegado hasta nosotros, de pequeñas piezas que recogen fragmentos de la vida de escritores a quienes la belleza y la profundidad de la palabra los llevó al final anticipado y autoinflingido de su existencia. Esas pequeñas piezas son ensambladas aquí a través de lectores ficticios que emprenden la tarea -voluntaria o involuntariamente- de armar el rompecabezas mortal. Pero el suicidio de los escritores famosos, los reales, es aquí una excusa para hablar de las vidas de aquellos que se entregan a la desesperada tarea de conocer los verdaderos motivos del despido repentino de los suicidas amantes de la palabra.
El libro está compuesto por cinco cuentos, en los que la búsqueda devela detalles inesperados de la vida de los escritores suicidas, y de las vidas de quienes emprenden la búsqueda. Son historias en las que la realidad de los escritores se mezcla con la realidad de los personajes que reconstruyen las historias. El pasado y el presente se mezclan haciendo volteretas y jugadas traviesas. En el primer cuento, "El terminal de los psicokrafos", un hombre aficionado a las letras y comentarista radial de la literatura universal, es conectado azarosamente con una pesquisa que podría llevar a aclarar algunos misterios acerca de la muerte de Mário de Sá-Carneiro, el suicida de la palabra portugués. Fernando Ángel, el personaje central, es abordado en un terminal por un hombre desconocido, quien le pide llevar un portafolios al lugar a donde él se dirige. El portafolios contiene, como tarde se entera Fernando Ángel, manuscritos inéditos del escritor portugués. El portafolios es entregado a la persona indiciada, pero desaparece al cabo de los meses. Ahora el destinatario del paquete busca a Fernando para reconstruir la trayectoria de los papeles, y ambos descubren un asunto oscuro en el principio de la historia. Las pistas que en el pasado pudieron llevar al esclarecimiento de la muerte del escritor portugués fueron esquivas entonces y se hacen esquivas de nuevo. Parecen huir de la luz, asomarse esperanzadoras de vez en cuando, y regresar a la oscuridad con el autor y el protagonista del escándalo. Esta búsqueda extraña lleva a Fernando Ángel, narrador y protagonista de la historia, hacia la muerte. A partir de entonces la narración pasa a segundas manos, y otra historia se superpone a la anterior: el hijo de Fernando Ángel pretende esclarecer las circunstancias que fueron llevando al comentarista nocturno de literatura hacia la muerte. Una muerte lenta, y al parecer anunciada, pero no por eso menos trágica ni dolorosa. Una muerte con matices de suicidio, pero ejecutada por un tercero.
En el segundo cuento, "Tu fatal saqueo de la poesía", el personaje central no busca esclarecer los motivos que llevaron a la poetisa argentina Alejandra Pizarnik hacia el suicidio, sino los que llevaron a su amada, también Alejandra, hacia el mismo destino. Los primos de la Alejandra criolla conducen a nuestro personaje, primero hacia la duda y luego hacia la desesperación. Una noche de cada semana se reúnen todos y dejan salir de su boca puñales filosos acerca de la suicida y su pasado, que se clavan en las carnes del dolorido amante. Pero agregan a esto algo más: proponen jugar a la ruleta rusa, aumentando cada noche el número de balas, y con ello la posibilidad de la autoliquidación. Cada día, cada noche, el personaje escarba en sus recuerdos y entre los papeles de la amada extinta, con la esperanza de conocer el verdadero ser de la Alejandra volátil que amó. Ella amó la vida y el amor, hasta tal punto que de tanto amar prostituyó su cuerpo, y de tanto vivir aborreció su vida. Leyó a Alejandra Pizarnik, copió sus versos y su filiación con la muerte, pero los motivos de la propia muerte se esconden burlones entre tachones de tinta y tachones de la memoria. Oliverio Corrales, el viudo de amor, muere también en la pesquisa. Pero esta muerte no es la definitiva, no es tajante y sin vuelta atrás. Es una muerte en vida, una muerte que cierra el paso del mundo a través de los sentidos, una muerte que no requiere entierro sino encierro.
A diferencia de los cuentos anteriores, "Desperado de los Andes", el tercer cuento, inicia cuando aun el suicida no ha cometido su acto final. Una mujer cuenta la manera como conoció al todavía joven escritor Rodrigo Acevedo González, y confiesa el aprecio que le tuvo desde el primer momento, cuando era apenas una colegiala. Ahora ella es ama de casa y ha vuelto a encontrar al escritor que silenció su pluma en el pasado para no aparecer más. Se le acerca, temerosa de que el huraño personaje la aparte, sin saber que aquel hombre solitario busca una compañía que por lo menos le permita renegar. La conversación de aquella noche llena a la mujer de felicidad y ansiedad por reanudar la velada. Pero es justo en esos días cuando aparece la noticia de la muerte del escritor. De nuevo, el misterio acude para cubrir los pormenores del deceso. No hay quien pueda darle a Gloria Matilde razones que puedan calmar su inquietud. La búsqueda parece terminar un año después de la muerte del escritor caldense, cuando la mujer encuentra a algunos de sus familiares. Pero, como si las historias fueran una sola, como si todo retornara al mismo punto, la muerte se lleva a quien pretende insistente hurgar los motivos del que buscó la paz eterna. Ahora el esposo de Gloria Matilde escribe desesperado y rabioso, le resulta absurdo todo: absurda la insistencia de su esposa, absurda la muerte que se llevó a la madre de sus hijos, absurdos los celos que sintió por el desperado. Comprendió, leyendo un manuscrito del escritor, que los laberintos delineados por el azar son profundos y escabrosos.
El cuarto cuento, "Profanadores de tumbas de papel", es la historia de un nuevo intento por unir las piezas sueltas y dispersas, que pueden aclarar los motivos del suicidio del escritor caldense Bernardo Arias Trujillo. Para hacerlo, el cronista, un profesor de literatura, se remonta a la muerte del médico escritor Jaime Robledo Uribe, amigo y contemporáneo de Arias Trujillo. Según las habladurías, el doctor Robledo escribió una novela en la que, además de relatar sus experiencias con el escritor Arias Trujillo, expone las causas más verosímiles de la muerte de su compañero de tertulias y reuniones, en las que el vino y los barbitúricos eran los acompañantes preferidos para la invocación de los dioses y las musas. Ambos escritores han muerto hace más de medio siglo, y son pocas las fuentes a las que se puede acudir. Finalmente, las circunstancias de ambas muertes parecen más claras, pero la existencia del manuscrito que puede dar pistas más certeras acerca de la muerte de Arias Trujillo sigue siendo un misterio.
El título del último cuento, "Oh, fortuna, diabólica ramera", es un título sugestivo que anuncia una fantasía desbordante y juguetona. El joven escritor suicida de La Conjura de los necios creó como personaje central de su novela una figura pantagruélica: Ignatius J. Reilly. Ahora este personaje se pasea por las calles de New Orleáns, pregonando a toda voz su existencia real, y el semiplagio de su falso autor, John Kennedy Toole. Ignacio, exagerado en obesidad como su homónimo ficticio, con quien comparte iguales manifestaciones de carácter, se propone ahora develar el secreto y anunciar al mundo entero su pertenencia al mundo verdadero, mostrarse realmente como es, y mostrar el ser de su creador. No se trata de que el personaje otrora ficticio se convierta en personaje real, y el personaje que pareciera real se trocara en ficticio. No, ambos comparten o compartieron, ya que Kennedy Toole ha muerto el mismo mundo real. Ignacio pretende haber escrito una gran obra, igual o superior en talla a la de su plagiador. Por eso espera el dictamen de una prestigiosa editorial de la ciudad, que decidirá si la obra es digna de ser publicada. Pero la fortuna le es esquiva, la negligencia del editor no permite que la obra llegue a manos del mundo entero. La obra no será finalmente publicada; de nuevo el mismo editor que le dio el fallo fatal arios antes al joven escritor, falla contra una gran novela. Pero esta vez el escritor rechazado no apurará su partida. Como el personaje de la novela, Ignacio realiza la jugada del Caballo de Troya, y de nuevo, como copia de lo ya escrito en La Conjura, una mujer lo asiste en la trasgresión del orden de la institución.
Este breve recorrido por los cinco cuentos que conforman el libro Los suicidas de la Palabra, no es en absoluto una anticipación completa ni satisfactoria de la totalidad de su contenido. Es apenas un burdo paseo por la periferia del corazón de cada cuento. La esencia de cada uno de ellos sólo podría ser extraída si se lograra repetir las palabras y los giros de su escritura; si, como podría hacerlo Funes el Memorioso, pudiéramos lograr una copia idéntica de ellos. Los suicidas de la Palabra, debe su valor a la escritura fluida y poética que logra su autor, a la manera juguetona como los planos de la realidad se superponen en una sola historia, y al tipo de narrador o narradores que intervienen en las historias. Como el Roberto Vélez que me dirigiera por los caminos de la literatura universal en las clases de la Universidad de Caldas, este Roberto escritor ha elegido no ser un narrador dogmático (o, como él mismo me lo enseñó, un narrador 'poco confiable'). Los testimonios llegan todos de segundas manos, los narradores se mueren y vienen otros a relevarlos. Son como especies de chismes que nos llegan de la mente traviesa de un ser excepcional.
[1] Texto tomado de: HOYOS VALDÉS, Diana. Los suicidas de la palabra. EN: La Otra mejilla. Aproximaciones críticas a la obra de Roberto Vélez Correa. Manizales: 2005. Pág.: 137- 141