Por: Gustavo Páez Escobar
Con el mayor interés he leído en el Magazín Dominical el excelente ensayo que sobre la causa indigenista escribe Carlos Bastidas Padilla, amplio conocedor de la materia tanto por sus raíces nariñenses –escenario muy marcado de la explotación del indio en épocas feudales– como por su consagración intelectual a dicho tema.
Sólo en la época actual, tras centurias de dominio sobre esta clase humillada, el indio comienza en nuestro país a adquirir categoría social. Ha conquistado su libertad, después de haber vivido esclavo del gamonal, el terrateniente y el cura, símbolos de la burguesía dominante que en 1899 denunció la escritora peruana Clorinda Matto de Turner en su novelaAves sin nido.
Cerca de cien años han transcurrido desde entonces y el indio apenas se vislumbra en América como un ser social. Los españoles, en la Conquista, lo consideraban un animal, y tal vez esto explique el que curas lascivos saciaran en las indias sus instintos animales.
Otros escritores, como Alcides Arguedas, Jorge Icaza, Ciro Alegría, José María Arguedas, César Vallejo, Fernando Chávez, José Eustasio Rivera, César Uribe Piedrahíta, Diego Castrillón, han abanderado la misma cruzada de redención a través de varias obras famosas. Ellos, escritores connotados, han merecido el apoyo de las editoriales. Pero existen otros autores que militan en la misma causa y cuyos libros duermen en el polvo del olvido.
Deseo referirme a un caso que conozco y que por lo menos despertará curiosidad. Se trata del escritor quindiano Jaime Buitrago Cardona, muerto hace largos años –y muy ponderado en su época–, autor de una valiosa trilogía novelística sobre el tema que me ocupa, hoy ignorada: Pescadores del Magdalena (1938), Hombres transplantados (1943) y La tierra es del indio (1955). Esta última fue ganadora de un concurso patrocinado por la Caja Agraria, y la entidad le incumplió el premio de la impresión. El autor la editó por su cuenta en Editorial Minerva, con prólogo del padre Félix Restrepo, y nunca más volvió a publicarse.
La pátina del tiempo borra la memoria de algunos escritores notables. Jaime Buitrago Cardona, a quien ya no conocen ni en su tierra quindiana, es uno de esos ejemplos dolorosos. Otro caso sensible es el de Eduardo Arias Suárez, también quindiano, uno de los pioneros del cuento en el antiguo Caldas y acaso el mejor cuentista que haya tenido el país. ¿Había oído usted mencionar (le hablo a Bastidas Padilla o a quien me lea) a estos dos escritores quindianos del comienzo del siglo? Si la respuesta es negativa, echémosle la culpa a la imprenta.
En 1980, siendo yo residente en Armenia, asesoré al Comité de Cafeteros del Quindío para el rescate de una excelente novela de Eduardo Arias Suárez –Bajo la luna negra– que permanecía inédita desde 50 años atrás. Se rescató la novela, pero sus libros de cuentos, traducidos en su época a varios idiomas (y uno de ellos todavía inédito), son ignorados por las actuales generaciones.
Esto me lleva a pensar que no sólo el indígena merece redención: también el escritor. El ensayo que comento aboga por el alma del indio, y yo lo acompaño en su clamor. Agrego a esta protesta el alma olvidada del escritor. Colombia, por desgracia, es un país de grandes escritores anónimos.
El Espectador, Bogotá, 19-VII-1994.