Sobre el autor Carlos Miguel Ortiz Sarmiento

Testimonio de un forastero

Carlos Miguel Ortiz Sarmiento

 

El trabajo del historiador Carlos Miguel Ortiz Sarmiento, sobre La Violencia en Colombia, fue meticuloso, paciente y crítico. 
Hace poco, mientras evocaba los cincuenta años del asesinato de mi padre en Calarcá, tropecé con el libro Estado y subversión en Colombia. La Violencia en el Quindío, de Carlos Miguel Ortiz, en la excelente edición realizada por la Biblioteca de Autores Quindianos de la Gobernación del Quindío el año pasado, entidad que reeditó esa obra como consulta para muchos estudiosos nacionales y locales. Al repasar este gran estudio presentí que allí podría hallar algunas respuestas al episodio vivido por mi familia, porque mi segunda mirada no era tan desprevenida como antes por efectos de este aniversario.

No creo innecesario decir que solamente el testimonio de un forastero, de un santandereano para mayores señas, pudo ofrecernos, y al país entero, una investigación y una validación tan seria sobre las causas de La Violencia en este departamento. Su trabajo completo (420 páginas) abarca un espacio que empieza en 1947 y termina en 1966 con miles y miles de muertos. 

El trabajo de Carlos Miguel Ortiz fue meticuloso, paciente y crítico hasta llegar a la mayor parte de las fuentes primarias que le fueron posibles consultar para entender la compraventa ilícita de tierras en las zonas azules y rojas, para citar solo esta parte conmovedora de su indagación.

Este es, para nosotros, uno de los puntos centrales del libro: de qué manera la más sectaria rivalidad política de esos años derivó, entre otras cosas, hacia el negocio de compraventa de tierras a la sombra de las amenazas políticas y el chantaje económico en la zona cafetera. 

Este enfoque me hizo recordar que, en los orígenes de La Colonización Antioqueña, las dos principales concesiones de la corona española, las de Aranzazu y Burila, en algún momento se encaminaron hacia el negocio de tierras y venta de grandes fincas en aquellos sitios donde estaban llegando los colonos pobres (antioqueños, tolimenses, caucanos, cundinamarqueses) que, alentados por el Estado, esperaban recibir gratuitamente la adjudicación de predios a cambio de su cultivo y explotación. 

El libro de Paul Oquist (Violencia, conflicto y política en Colombia. Banco de la República, Bogotá, 1978) le sirvió de acicate a Ortiz Sarmiento para adelantar su pesquisa en las regiones del Quindío y el norte del Valle, elegidas como el conjunto geográfico donde se podría confirmar una hipótesis de que “los actores reales de la historia de La Violencia son los grupos sociales”, encarnados en los “hacendados, propietarios, agregados, peones, guaqueros, mineros, vivanderos, comerciantes pueblerinos y profesionales”, sin dejar de mencionar a los fonderos de las veredas que cumplieron un papel notorio como financiadores al por menor de las cosechas cafeteras, y como informantes o soplones de los sediciosos liberales o conservadores en cada caso. 

A ese respecto, vale una acotación: durante muchos años Colombia se vio sometida al Frente Nacional, como una reparación que se creía necesaria para purgar los años de esa violencia partidista que instauró a Tirofijo y sus tinglados. Para la democracia, el Frente Nacional fue algo semejante a la tortura de un ratón vivo que se introduce en la boca de las víctimas, dejándolo allí hasta que los pobres mueren asfixiados sin compasión. 

Nuestra democracia no murió asfixiada, pero en cambio vimos crecer en esos años otras formas de cerrar el paso a las aspiraciones de una creciente población: por ejemplo, se desatendieron los problemas sociales mientras se decía tener en cuenta a los políticos con la paridad, la alternación y hasta la milimetría. Una violencia no-partidista se instauró entonces y, al amparo del bipartidismo, fueron floreciendo la guerrilla, el narcotráfico, el terrorismo urbano, los grupos de autodefensa, el sicariato. 

Hay mucha tela que cortar en este importante libro del profesor Ortiz, quien vivió unos años con nosotros antes de dejarnos ese enorme testimonio que complementa, con creces, los documentos del padre Guzmán y Fals Borda sobre la violencia en Colombia. Alimentado por muchas estadísticas, y por observaciones directas en las notarías de algunas ciudades cercanas, a uno le queda el sabor de que los oriundos de esta tierra no supimos, ni todavía sabemos, abordar, como lo hace este libro, ese fenómeno político y social que nos cerró por años las puertas al desarrollo y nos subordinó a los intereses políticos del dos partidos. 

En efecto, pasarán muchos años antes que los quindianos comprendamos, sin asomo de dudas, lo ocurrido en la época de La Violencia. Aun viven algunas personas que se reconocen víctimas de ese holocausto, y también protagonistas que han olvidado, deliberadamente quizás, su participación en aquel período. 

El sectarismo político no tiene ya los mismos matices de entonces porque los partidos políticos carecen de identidad, ensombrecidos por el contratismo y el clientelismo, “esa estructura de pecado” —como alguna vez lo llamaron en los pasillos del Vaticano—, que prácticamente le sirvió a todos los gobiernos para mantener bajo los porcentajes del desempleo, aun cuando fuera pagando el precio de la ineficiencia y la improvisación del Estado. 


Por: Jaime Lopera

Última actualización: Martes, Abril 14, 2015 10:05 AM
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