Un día como hoy, 26 de mayo, nació uno de los más reconocidos poetas del Quindío: Baudilio Montoya. Vio la luz en la población antioqueña de Rionegro, pero su vida, desde niño, la hizo en la ‘Villa del Cacique’. El comunidor social Ángel Castaño preparó una síntesis de opiniones regionales y nacionales sobre su obra, sacó del cuarto de san Alejo una de sus columnas publicada en el Diario del Quindío y rescata cuatro de sus poemas.
En nuestros primeros años, transpuestos los límites de la cuadra donde nacimos, se comienza el proceso gratificante de incorporar, poco a poco y a la memoria, las cosas y los seres que pueblan el pueblo. En este caso, Calarcá la vieja, la tranquila, la dulce, la que queremos recordar, en radical oposición a la Calarcá partidista y violenta del medio siglo, aquella que necesitábamos relegar al territorio del olvido. Calarcá, la del uso y abuso del apelativo Villa del cacique, desde su fundación gozó del privilegio de tener un notable inventario de personas tocadas por las letras y la poesía.
Baudilio Montoya ganó con holgura uno de los primeros planos registrados en la memoria colectiva. Sin haber alcanzado la notoriedad universal de Luis Vidales, a diferencia de éste, todos sus años y todos sus versos nacieron, crecieron y se pasearon por las calles y rincones del pueblo. Su obra, entonces, cubrió a Calarcá de extremo a extremo. De la galería al parque, desde los putiaderos del barrio Valencia hasta las casas del notablato local, la poética baudiliana consiguió dejar su impronta. Sobrepuesto a las diferencias de clase y niveles de comprensión intelectual, el poeta maestro de La Bella fue imprescindible.
Y en los años sesenta, cuando nuestra generación comenzaba a nutrirse de la literatura universal, y los tropeles hormonales nos arrastraban indefectiblemente al “sardinario” de la carrera veinticinco, los versos del poeta del pueblo animaron también aquellos primeros desvelos amorosos. La poesía popular, entonces, obraba a manera de válvula de liberación de la libido que el dique moral católico nos había impuesto. El nadaísmo estaba en nivel máximo; sabíamos de Sartre. Muchos estaban ya picados o a punto de contraer el sarampión comunista.Como muchos, quisimos abordar a nuestro poeta pero paralela al acné corría una inevitable timidez montañera.
Años después, en la agonía del siglo y como fruto de la sobrealimentación académica, la intelectualidad optó por regurgitar los afectos y admiraciones hacia Baudilio. Se hablaba a diestra y siniestra del posmodernismo .Esnobista y posuda, la crítica literaria decretó las exequias de aquel que con su poesía al alcance de todos había hecho por la poesía misma lo que nunca jamás poeta alguno había conseguido para el pueblo del Quindío. Hablar mal de Baudilio y su poética fue una moda pérfida, pedante y pendeja; en últimas inocua, porque los calarqueños siguieron dándole a Baudilio lo que era de Baudilio.
Por estos días, cuando el almanaque registra un siglo y una década del nacimiento de este querido calarqueño, al mirar en perspectiva a Baudilio y su obra, acaba uno por creer con firmeza que, entre otras cosas, la poesía y el arte popular no solo son tuerca y tornillo de los procesos sociales sino que de paso consiguen ser una fundamentada razón más para que la vida de estos pueblos sea más tolerable. En contravía del hermetismo poético, la poesía que recrea la cotidiana belleza del entorno tiene la virtud de cohesionar y darle vigor al sentimiento de la quindianidad.
Libaniel Marulanda
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Baudilio Montoya tiene una significación especial en la lírica de Caldas: la de su fidelidad permanente y sin vacilaciones a la tarea poética dentro de unas normas y un acento que, en cierto modo, son esencialmente propios de nuestra comarca, de nuestra tradición, de nuestra emoción, de nuestro paisaje. Baudilio es, por excelencia, un poeta de Caldas, y más aún un poeta quindiano. La provincia nativa está en él, en el color y la temperatura de sus canciones, en el equipo de sus imágenes, en el itinerario emocional que ellas transitan, en el idioma.
Adel López Gómez
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Cantor de la Naturaleza, inclusive en la forma ortodoxa del soneto, pero no al modo “escultural” —con parnasianas reminiscencias— del autor de Tierra de promisión, sino con una inmediatez próxima al sentir de la gente común (o sea, con menos mediaciones estilísticas), Baudilio deja fluir su verso al impulso de la primera emoción. En su copiosa escritura sucede siempre así, de un mundo casi coloquial, hasta el punto de que a menudo tenemos la impresión de que la endecha, la copla repentista de los juglares criollos, no queda tan lejos, como en un principio tal vez pudiera parecernos, de poemas como el soneto titulado «Paisaje» (…). Pulsó todas las cuerdas del sentir popular y lo hizo además dentro de la escala valorativa de sus coterráneos y coetáneos: sus lugares comunes de juicio y de emoción, tan vivos en aquella cotidianidad en permanente trance de idealización; sus mitos y supersticiones; en suma, el espíritu acrítico de toda su cultura: ese espíritu eternamente romántico y fetichista de donde sigue manando nuestro folclor de amores, premoniciones fúnebres y nostalgias. De ahí también el que, en un momento dado, cualquier poema de Baudilio pueda musicalizarse con las tonadas populares, para volverse canción.
Jaime Mejía Duque
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Baudilio Montoya hizo de la poesía un evangelio, porque nunca su expresión se quedó en el hermetismo. No aceptó el oscurantismo estéril, y el dolor y la angustia de sus gentes fueron los motivos eternos de su canto (…). Su voz se estremece entre el patetismo de los que cruzan por los caminos áridos de la incomprensión y entonces su verbo se torna violento y surge la imprecación ante la injusticia que desgarra lancinante el alma de los miserables.
Fernando Mejía Mejía
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Tiene poemas de una delicadeza infinita. «Junto a la cuna» es una joya. Le dice a la Amada, ante el hijo muerto, que no llore más, sino que acerque su pena a la trágica herida que él lleva en el pecho, para terminar con este arrullo tan bello y tan profundo: “mezamos otra vez la cuna sola y verás que se duerme su recuerdo”. Tiene versos fulgurantes. Aquel de «Minuto emocional», cuando le dice a la doncella que la miran todas las colinas, “porque segura en tu poder, caminas en el lampo de luz que te sostiene”. Aquel de «El carpintero», cuando le ruega que labre su ataúd celosamente, “para que mi alma, al ascender al cielo lleve todo el olor de tu madera”. Aquel de «Yo soy de luz»: “pues de mirar al infinito abismo se me ha llenado el corazón de estrellas”. Aquel de la «Admonición al hijo»: “llénate de la santa soledad del camino”. Aquel de «Locura»: “y en mí tiembla la llama que fundirá tu nieve”. Y aquel, para no hacer interminables las citas, en que al hablar del «El hijo imposible», por las miserias de la vida a que vendría destinado, le grita a la compañera: “para que no nos duela, que no nazca jamás, sí, que no nazca”.
En los poemas del dolor, de la miseria, del trabajo agobiador, descuelga el látigo. Es un vengador y es un misántropo. Ríe sardónicamente de la farsa de la vida. El viejo Noel no conoce a los niños proletarios. Su leyenda, tan dulce, es para los niños ricos. Los otros son los hijos de parias, de los que todo lo crean y apenas reciben lo indispensable para no morirse. De los mendigos, de los tísicos, de los que agonizan en los hospitales. De los indios desposeídos, de las doncellas deshonradas, productos del amor clandestino, abandonados por altas damas de virtud mentirosa en el torno de los orfanatos.
Luis Eduardo Nieto Caballero
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Preso de las apreciaciones locales, que prefieren ver en él al “rapsoda” y cantor popular, Baudilio Montoya ocupa un lugar precario en la historia de la poesía colombiana. Un recorrido por la crítica sobre el poeta demuestra que se pasa con facilidad de la alabanza desmesurada a la compasiva simplificación, obviando en ambos casos la complejidad de una poesía bajo la cual se esconden dos voces poéticas trabajosamente imbricadas.
Carlos A. Castrillón, Cindy N. Cardona y Ángel Castaño Guzmán
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Lo usual sería hablar de la poética de Baudilio Montoya. Pero el poeta es un hombre y un hombre pervive en medio de una sociedad. El valor de ...el ruiseñor colombiano como lo llamaron, estriba en su fidelidad a la tierra: Baudilio siempre fue fiel al Quindío, fiel a la tradición, fiel a la comarca: ...Baudilio ha vivido la comarca nativa en forma más total que nadie... anotó uno de sus exégetas y, es en esta afirmación, donde afinca toda su gloria. Otro de los poetas del Gran Caldas, contemporáneo suyo, adivinó lo que pasaría en caso de que faltase a su cita diaria en los despertares de La Bella: ...tus guaduales cancelarán sus flautas para el viento... Otro, quindiano también, lo definió como ...cazador de cocuyos, ha llenado la alforja de luceros... Alguno más anotó que ...B.M. es el único poeta de fondo y de forma de las crenchas quindianas... Estas citas, lo definen con caracteres precisos: su compromiso con la tierra, con los campesinos y los recientes barrianos calarqueños, los comerciantes y los artesanos, las chapoleras y las putas. Pero también su amor por el paisaje, el reconocimiento al padre, a la casa, a la mujer.
Por supuesto, estas referencias a su obra, matizadas de afecto y academia, no cuentan la historia: Manizales no fue el meridiano cultural de Caldas. Esa perífrasis la inventaron los políticos oradores para desconocer la fuerza del Quindío en cabeza de Luis Vidales, Carmelina Soto y Baudilio Montoya en poesía. Otros nombres en novela y cuento afirman, en obras y calidad, que el Gran Caldas fue, probablemente, el meridiano cultural de Colombia por la suma de la literatura de Armenia, la crónica de Pereira y la oratoria de Manizales. Literatura quindiana de raigambre liberal que irrumpió, ¿casualmente?, en los años treintas con la caída de la hegemonía conservadora y la toma del poder por Enrique Olaya Herrera. La capital caldense no cambió sus orientaciones ancestrales, sociales y políticas y debió sentir como un terremoto la presencia de escritores venidos de Calarcá, Armenia, Montenegro y Quimbaya. En tanto que en Manizales, Anserma y Salamina se disfrazaban de griegos y romanos, en el Quindío fueron fieles a su tierra, no desviaron la mirada hacia la puerta de salida sino que afrontaron en poesía, cuento y novela toda la tragedia y la miseria de las persecuciones por razones banderistas y de religión que, a la larga, llegaron a ser lo mismo.
Nacido en medio de la violencia, muerto en medio de la violencia, uno no sabe cómo sobrevivió a genocidios, masacres, persecuciones, despojos, desplazamientos. Es obvio entonces que por su poemática transiten la muerte, la desolación, la tristeza, la inermidad de un poeta que se sabe testigo de su entorno y de su tiempo pero solo puede consignar en poesía lo que no puede cantar en los círculos sociales. Por eso, muchos de sus poemas son banderas de protesta arriadas sin esperanza.
Adalberto Agudelo Duque
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No aparecen en la obra de Baudilio Montoya —no podrían aparecer sin sonar a impostación, a falsedad, a producción libresca, a ampulosa retórica— las angustias del hombre citadino, pero sí una concepción metafísica que le permite acariciar y expresar, desde la realidad vegetal que lo circunda, una relación profunda con el cosmos.
Sin duda alguna su carácter de poeta social, en el doble sentido de la palabra, aquel que participa de la vida cotidiana de un grupo humano y aquel que da sentido a su obra denunciando atropellos y tropelías de los poderosos, es lo que ha hecho perdurar su legado literario en el corazón de sus coterráneos sobre la obra de otros poetas, considerados por los académicos, de mayor proyección nacional.
Carlos Alberto Villegas Uribe
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Pero, volviendo a Baudilio, a mí me gusta porque sus versos saben a piñuela madura, huelen a pasto recién cortado, titilan en un ambiente de mejorana y de tomillos y llevan todo esto que entre nosotros es más bello, desde el cantar de la chapolera por las faldas del cafetal de abajo hasta el grito del ordeñador que recoge las vacas en las frías mañanas del río arriba salentuno (…). Me gustan porque son dulces como la natilla de las nochebuenas nuestras, como el arequipe caucano, como la panela cerrera. Porque no hablan de trasnochadas grisetas francesas, sino de pícaras y robustas campesinas quindianas. Porque cantan al viejo cosechero de pantalones de manta anudados con bejucos e ignoran a personajes de nombres trabajosos importados en gala de erudición.
Euclides Jaramillo Arango
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La familia de Esteban
Baudilio Montoya.
Hicieron un alto en la venta que es como una advertencia en el comienzo del camino de Callelarga. Estas fondas tienen, en casi todas las horas, un contenido de gentes que cumplen ejercicios diversos. Juegan parqués, dominó o hacen correr sobre las ruanas a cuadros la cúbica definición de los dados.
De cuando en cuando pasa el campesino en el caballito chisparozo, pide un lote de aguardiente, lo apura, y paga con la moneda que tira al mostrador produciendo un afilado tintineo de campanilla. Y aquí, en esta fonda que muestro, paró con su mujer y los hijos famélicos Esteban Ramírez, un buen hombre del Señor, que tuvo que evacuar su minifundio de Ceilán huyendo del atropello y la muerte. Sufrieron un éxodo amargo, desesperante, por los caminos difíciles, con abundancia de guijarros y vehículos fastuosos que no podían reclamar porque apenas tenían un reducido puñado de pequeños dineros.
Los niños, siete niños, llevaban las caras amarillentas que van logrando la fatiga y el hambre, y el frío, que en las noches pasadas bajo la exigua misericordia de los aleros les clavó en la carne la serie calculada de sus agujas. El menor de todos, rubio como el panal de una colmena del monte, estaba sostenido en el regazo de la madre, mirando a lo lejos, como buscando no sé qué cosas en la pantalla grisácea de la lejanía.
Y Esteban Ramírez, un prófugo sin pecado ninguno, otro errante de los que ahora van por las rutas erizadas de miedo que tiene la patria, me contó con palabras quebradas, con voces que la emoción iba cercenando rápidamente, toda su tragedia, la tragedia de los suyos, la de su mujer que apenas tenía la culpa de alabar al Señor, amarlo a él y abrillantar la modesta belleza de la casita, y la de los hijos, ya asomados al abismo dantesco de la existencia.
Y yo supe por su amargo recuento, que tuvieron que huir por uno de los túneles de la noche, rompiendo los cuajarones de la tinta de la sombra, tomándose a tientas, dejándolo todo, hasta el recuerdo del pedazo de tierra en donde al empeño sostenido del brazo, muchas veces vieron crecer los tallos del maíz, las cañas robustas, las frisoleras multiplicadas en una verdecida abundancia.
Cuando subieron al alto del Boquerón, que es como un espinazo en esa geografía apacible del Valle, la casa de Esteban era como una inmensa brocha de llamas, cuyas lenguas glotonas lamían la lámina requemada del cielo.
De los que fue su amadísima posesión, apenas le quedó el perro Clarión, un can que tiene también los ojos como tatuados de rencor y que ahora no mira como miran los perros humildes, con una relativa confianza porque acaso comprendió que los hombres son malos, inmensamente malos.
Esteban Ramírez no sabe para dónde va. Le da lo mismo. Cualquier camino le sirve. Puede seguir hacia cualquier parte. En su corazón hay un universo destrozado, que nadie le reconstruye, unas ruinas humeantes, un dolor que no acaba.
Pero él sabe ya que esa pena no es de él solamente. La llevan otros, muchos, muchos Asaverus que pasan por los caminos de la tierra, huyendo de la sombra, y llamando a Dios, interrogando a Dios que, sorprendido de la obra que están cumpliendo sus hijos, va a llegar algún día.
Diario del Quindío, 1952.
Tomado de: Crónica del Quindío
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