Maruja Vieira en la poética de la ausencia
Por: Carlos-Enrique Ruíz
Conferencia en la presentación del libro: Maruja Vieira. Los nombres de la ausencia. Ediciones Sanlibrario, Bogotá 2006. Premio “Mujeres de éxito 2004”, en la categoría arte y cultura. Centro Cultural y de Convenciones Teatro-los-Fundadores, ‘Sala Oscar Naranjo', Manizales, 30 de marzo del 2006.
La poesía es un picor en la conciencia, una música que estás oyendo y que tienes que objetivar.
José Hierro (1982)
Un testimonio
En la niñez tuve nítida noticia de Maruja Vieira (n. 1922). Ancianas tías nos hablaban con frecuencia de aquella mujer venida con precocidad al mundo de la cultura, con relatos como el de haber aprendido a leer en los periódicos, a los cuatro años, soliviada en las piernas de su mamá Merceditas White, a quien la poeta recuerda de “una dulzura extraña/ dibujada en la frente y las pupilas./...” y como “un resplandor de llama estremecida” (En: “Presencia tímida”). Además, las tías se ufanaban de ser “Ruiz de los mismos White de Piedras Blancas”. Y por ahí quedaron familias como la Ruiz-White, en los vericuetos de territorios y de la vida. En casa se leían los versos de ella, cuando fueron apareciendo en periódicos, revistas y libros. Esas lecturas nos decían del “Lejano campanario de sol entre la lluvia” (En: “Visión de infancia) y de cuando “En el tiempo las horas lentamente caían” (Ib.), quedándonos “un vago asombro de ternura y ausencia” (En: “Los muros y el recuerdo”).
Desde entonces ese nombre es para mí un canto, un atisbo orientador en la sensibilidad, una provocación para escogencia de la palabra ponderada que pueda decir lo que balbucea el corazón. Su obra en conjunto es suave y fluir continuo del amor, aún en el trasfondo de sus evocaciones a seres queridos que partieron al infinito, en tono de elegía. El amor en la placidez recordada de momentos, o en la imagen grata de vidas recuperadas en la memoria. Y en el dolor traído al verso, sin la conmoción del dramatismo; más bien en la forma de un padecimiento que por destino se soporta y supera, así la huella palpite, en busca de ser percibida.
Maruja es, por consecuencia, parte sustantiva de nuestras vivencias espirituales e intelectuales.
La verdad de la poesía
En la primera versión del “Festival internacional de teatro” estuvo en Manizales, en 1968, Pablo Neruda, a quien el escritor José Naranjo le preguntó: “¿Cree usted que la poesía del mundo hispánico pueda regresar en los años finales de este siglo [XX] a las formas métricas tradicionales?” Neruda le contestó, de su puño y letra: “Volverá y cambiará de nuevo... Poesía: si no vas y vuelves, si no te extravías y vuelves al camino y vuelves a extraviarte, te mueres!”
Así es la poesía, como en general el arte, y como la vida: un eterno proceso en simultaneidad de audacia y de retroceso. Un partir para no regresar, con tornados para el consuelo y el aliento. Y un despegue, de volver a empezar, incluso a formas aparentemente “locas”, en búsqueda incesante, sin satisfacer nunca.
La pregunta de Hölderlin “¿para qué poetas en tiempos de miseria?” resume, a su vez, el drama de la impotencia del arte frente a los conflictos que asedian a la humanidad, donde la palabra creadora es el refugio o escondite -aún el escape- de espíritus sensibles. O la pregunta de Cortázar al poeta: “¿Cuánta nafta te queda para el viaje/ que querías tan lleno de gaviotas?” (En: “Ándele”, 3, de: “Salvo el crepúsculo”). Es la aceptación de impotencia frente a lo descomunal del paso de la vida.
La poesía no se define, se hace y se destruye, la arrastra el viento y quizá la deposite en cualquier oasis de esperanza, sin ninguna pretensión redentora. La poesía es, sencillamente. Queda lo de quedar en huellas del tránsito apasionado del creador, casi siempre con escasa influencia duradera en los demás. La poesía destila el sufrimiento de sobrevivir en un mundo despiadado por la presencia de lo trágico. El creador se sobrepone y construye ese mundo, el de su obra, como especie de castillo en el aire, pero de existencia real en el campo de la subjetividad propia.
La poesía no deja de ser el rastro de noches en vela, o el despertar de la conciencia en las madrugadas, o el desamparo en el corazón de los ocasos. Siempre la poesía busca asidero en alma ajena, para quedar adherida en la nostalgia que ni el viento retiene. En la memoria se desdibujan los paisajes, las escenas tempranas, la actitud compasiva o de clemencia, y aún los yugos que duelen al caminar. Quedan contornos, siluetas, fantasmas en el aliento de las palabras. Y permanece la voz del poeta acompañando el sigilo de otros pasos, con el reclamo de “Puertos para una noche/ y un alba, nada más/...” (M.V., En: “Sueño del mar”)
Luis Cernuda en su “Canto a la tristeza” dice: “Luchamos por fijar nuestro anhelo,/ como si hubiera alguien,/ más fuerte que nosotros,/ que tuviera en memoria nuestro olvido.” Sensación imperecedera en los versos que acompañan la vida y van en tumbos por la geografía y por el tiempo, en la continua lucha entre olvido y memoria.
Maruja Vieira enfrenta en su obra estos conflictos, con la impotencia a flor de piel, por ejemplo, al recordar a Anna Frank quien “esperaba el amor y fue la muerte” la que llamó a su puerta, o al evocar también a Antonio Machado en “el exilio y el llanto” con tumba humilde en Collioure, de soledad infinita frente al mar.
Maruja Vieira, sin patrones en la poesía
Maruja nació en Manizales, y sus paisajes, con los crepúsculos de nostalgia, se le pegaron al alma de por vida, con sangre anglosajona y de pensador-guerrero de las breñas andinas, con tradición, por ambas vertientes, de sensibilidad por el arte, por la solidaridad y en especial por la poesía. Su destino la llevó desde la infancia al altiplano y posó su humanidad en otros ámbitos de latitudes diversas. Creció con dignidad de conciencia y palabra encantada, lejana a lo superfluo e insustancial. Desde sus primeros cantos hasta los de hoy, su palabra guarda discreción, mesura, y síntesis, en delicados versos, ingrávidos, que levitan en su propia voz.
Su obra está emparentada con los clásicos españoles, en especial con Antonio Machado, y con las tradiciones marcadas por sangre y por herencia materna de palabra y pensamiento, que en maravilloso sincretismo le han dado ponderación y espíritu siempre alerta. Con toques de saludable y moderada capacidad de libre examen. Articulada con voces de la América profunda y hermana de poetas en la propia patria, con sensibilidad de viento, de lluvia, de crepúsculo, de memoria en eterna construcción, de olvidos que se asoman como ráfagas al cruce de los caminos.
Miembro de número en la Academia Colombiana de la Lengua, relacionista especializada en comunicación institucional, docente, periodista cultural, funcionaria transeúnte de Estado, sin olvidar sus comienzos de mecano-taquígrafa bilingüe en empresa privada, pero ante todo ha sido una lectora voraz de libros, y decidora envidiable a viva voz de su propia poesía, sin que los años mengüen la profundidad del tono, a la manera del registro medio del chelo en una suite de Bach, en las manos mágicas de Casals o de Tortelier. Silvio Villegas la calificó de “voz acariciadora”, en sus lecturas de veladas inolvidables.
Álvaro Sanclemente, en 1947, vio transitar su poesía “por una melodiosa comarca donde la melancolía habita con su delgada presencia de niebla o la tristeza de algún amor llega suavemente lo mismo que desciende una fina lluvia de pétalos.”
En 1953, al publicarse “Palabras de la ausencia” en la nunca suficientemente recordada y celebrada “Editorial Zapata” de Manizales, el gran humanista Baldomero Sanín-Cano (1861-1957), algo así como el Alfonso Reyes de nosotros, valoró la obra de Maruja al comprender que en sus primeros poemas nacía un poeta de vuelo y larga duración, justo por esa característica tan suya de tender una comunicación acertada entre los sentimientos que quiere expresar y el lector, en especie de “poder mágico”, sin perder la nitidez en las sugerencias y en el sentido.
El novelista y cuentista Adel López-Gómez identificó, en 1961, la ternura como la cualidad protuberante de sus versos.
El crítico Jaime Mejía-Duque, en especial estudio de 1984, sobre su obra total hasta ese entonces, desentrañó sentido coherente en la noción del amor que trajina la autora de manera reiterada, y apreció su lirismo en un proceso distinto al frecuente en los poetas, sin dejarse llevar por la metafísica o el subjetivismo, antes bien, decantando la expresión para hacerla cada vez más transparente y vibrante, con características de economía y llaneza. Apreciación de esta naturaleza nos recuerda el llamado de Kafka al poeta, a quien le pide traducir su experiencia humana en lenguaje de apariencia “llano y familiar”; feliz concordancia en la apreciación del crítico Mejía-Duque.
Y el académico de la lengua, David Mejía-Velilla, también poeta de luces, especie de asistente espiritual de Maruja, exaltó, en las palabras liminares a “Los nombres de la ausencia”, la singularidad de su poesía, en la que identifica cualidades como la pureza, la palabra verdadera, su duración en el tiempo, el misterio del amor, la hondura, la precisión,... en últimas, la sabiduría poética.
El poeta que se es
La expresión de Maruja congrega la palabra con la vibración de Gabriela Mistral, de Juana de Ibarbourou, de Delmira Agustini, o de Dulce María Loynaz, entre muchas otras en este subcontinente de la esperanza. Y en lo más cercano, en lo nacional y regional, de otras voces no menos significativas como las de Dominga Palacios, Carmelina Soto, Beatriz Zuluaga, con los antecedentes de Agripina Montes del Valle, y la cálida compañía de sus contemporáneas Matilde Espinosa, Dora Castellanos y Meira Delmar.
Pero no hay una poesía de la mujer y del varón, en oposición franca. Hay una poesía en si, que sale de una y otro, en busca de su lugar en el mundo. Y los versos de Maruja son de poeta, sin género o, mejor, con género humano, ceñidos a los goces y tragedias de la vida, a lo escabroso del camino, y aún a la distracción de los meandros que entretienen las aguas al bajar de las montañas, como la vida, con destino a la inmensidad de un mar de incertidumbres.
En su poesía se asoman voces ya ausentes, memoria de lo que se lleva en la intimidad, en la ternura de la mirada, en el dejo de la conversación que trae a cuento anécdotas o lo que va quedando en la forma de nostalgia, con el matiz de saudade. O bajo el recuerdo de caricias y besos, o del diálogo afectuoso entre personas en sintonía de espíritu. Poesía que destila esos trances del amor sublimado, en palabras bien alejadas de la cursilería tan de uso. El escritor Ignacio Ramírez ha dicho, a este propósito y con sobra de razones, que ella “renovó de alguna manera el romanticón, melifluo y juliofloresco ambiente de la patria boba”. Y, aún más, su “Clave mínima” (1965) fue aliento renovador de impacto en esta provincia, en sincronía con los efectos refrescantes de “La inicial estación” (1961) de Fernando Mejía-Mejía, de “La ciega esperanza” (1961) de Beatriz Zuluaga y de “Azul definitivo” (1965) de Dominga Palacios.
Estas dos últimas obras rompen cánones y sueltan la voz entre temas y voces que asedian a la gente, y van por las calles en la ciudad con pregón de creatividad en apertura. La obra de Maruja tiene apego a los aires clásicos, con siempre ritmos interiores, pero también con aperturas sosegadas. Aquellas cuatro obras tienen la singularidad de ser coetáneas, e innovadoras en la capacidad de creación estética.
Maruja ha publicado con discreción y perseverancia: “Campanario de lluvia” (con dos ediciones en 1947, y reedición a los 50 años, en 1997), “Los poemas de enero” (1951), “Poesía” (1951), “Palabras de la ausencia” (1953), “Clave mínima” (1965), “Mis propias palabras” (1986), “Tiempo de vivir” (1992), “Sombras del amor” (1998)... Traducida a otras lenguas, pero prolongada en la más universal de todas, la del amor. Un poema suyo, “Más que nunca”, de su primer libro “Campanario de lluvia”, fue musicalizado por el maestro Jaime León e interpretado por la soprano colombiana Beatriz Parra, poema con elementos de la “fiel serenidad del agua”, que no deja oír pisadas “sobre la hierba limpia y húmeda”.
La ausencia con nombres
En “Los nombres de la ausencia”(2006), colección de elegías en memoria de personalidades de la cercanía o del recuerdo por el significado de sus valores, en artes, en letras, o en el destino simple de la vida, Maruja logra expresar sentimientos con hálito de nostalgia y de exaltación. Así, cuando se refiere al abuelo inglés, constructor de caminos y fundador de pueblos, deja su registro en la “... geografía/ de nombres y de sueños”. Alude a la soledad del hombre, en tanto “nube de polvo”, o piedra, o trigo, o al rumor entre árboles, al recordar al amigo Baltasar Miró. A la pintora y ceramista Carolina Cárdenas la evoca con el sentimiento de percibir en su nombre nada más que un viaje, y quien “a fuerza de estar viva/ se consumió en su llama”.
A un yugoslavo inmigrante, que no conoció pero presintió, lo recuerda en la “manera dulce de ser bueno,/ de amar las cosas, de encontrar el alma”.
A la violinista Isabel O'Byrne, la representa en “las cuerdas de la lluvia/ con el arco del viento”, en la eternidad de su instrumento y de su oficio.
A propósito del arpista español Nicanor Zabaleta, lo aprecia en la “cantinela de lluvia lejana,/ tempestad de sol en los árboles.” Con desenlace por el impacto de haberlo escuchado: “Y después sólo queda la música,/ prisionera de luz en el arpa.”
A Enrique Uribe-White, un personaje excepcional por la formación clásica adquirida en continua lectura de autores latinos y griegos, en sus propias lenguas, por el conocimiento de la Astronomía y del arte de la navegación, por trazador de caminos, y por aquellos programas en la naciente televisión colombiana, en los años 50, cuando se dirigía a los “televideaudientes” (palabra muy suya) para llevarles lecciones de ciencia y sabiduría, lo mantiene presente Maruja, por la vida laboriosa en “Santa Eulalia”, en palabras como estas: “El viejo marino sabio/ volvió a encender su pipa/ y consultó/ un antiquísimo astrolabio.” Para luego sentir que “Nos quedamos en tierra/ mirándolo partir/ en su último viaje/ inesperado.”
A la fundadora de Casa de las Américas, Haydée Santamaría, aquella mujer extraordinaria que conservaba la preocupación por la imposibilidad de vivir sin mar y sin montañas, ante su muerte por propia mano le formula los interrogantes siguientes: “¿Quién te ha vencido...?/.... ¿Qué viento amargo/ destruyó tus mapas?/... ¿Qué angustia/ fue más grande/ que tu valor...?”
A la escultora Felisa Bursztyn, con obra de choque frente al arte meramente superficial y formalista, la rememora con “La risa en surtidores alegres”, para quien “Una copa de plata/ se alza en el aire/ con una amatista solitaria.”
En su gusto por las artes plásticas, Maruja testimonia de igual modo la existencia en la vida y en la obra de Magritte, con vuelo de pájaros de piedra y nubes que descansan en la hierba.
Pero no se queda Maruja tan solo deleitándose con celebrados personajes y autores. Es así como se conmueve en la fibra más honda por la muerte violenta de Arcinaín Muñoz, llamándolo “... mi amigo, el pintor”, víctima de “los cazadores de la noche/ en sus motocicletas negras,/ caballos metálicos/ donde viaja la muerte.” Y a quien describe como amante de bosques y de ríos, que al desplazarse caminando con tal cuidado no se atrevía a perturbar la tranquilidad de los habitantes de los nidos en las ramas de los árboles.
A César Vallejo y a Rimbaud, los trae en muestra de las señales que tienen sus almas por sus obras estelares. Al primero, en su visita a la tumba compartida en el cementerio de Montrouge de París, lo conserva en los labios por aquello de “Tanto amor y no poder nada contra la muerte”. A Rimbaud lo preserva como aquel “... cuerpo/ sin sombra/ que vagaba/ por Abisinia/ y por Somalia,/ huyendo siempre/ de si mismo/ perseguido/ por las palabras.”
Lo que permanece de las ausencias
En estos nombres de la ausencia, Maruja hace un balance de la vida, al mirar la suerte de los demás, sus seres más cercanos y amados. La muerte ronda a la propia vida, y no podemos desprendernos ni un instante de su sombra. La partida de los otros, entre más próximos, es una especie de fuga de algo de nosotros, un desplome; desprendimientos. Maruja simplemente acepta el hecho, lo inevitable del destino, pero no entra en pánico, ni huye con dramatismo de palabras, o miradas de hermetismo. En esta recopilación de rememoraciones está su sentido de la vida, con aquello que le es consustancial: la muerte. Vida y muerte, en el trajín de los días, saltan en la articulación del amor, donde la satisfacción o brillo del deseo, permite de inmediato brotar la idea de fugacidad, de lo pasajero, con la culminación en el dejar de ser, sin pertenencia en lo que queda, lo ajeno, lo que nunca hizo parte de uno.
Ya en el poema “Al final del camino” (de: “Mis propias palabras”, 1986), Maruja había establecido que “El tiempo será largo como un río/ y seguirá copiando el mismo cielo/ eternamente.” Es decir, con independencia de nuestra vida, el tiempo sigue un sendero de construcciones y abandonos, con duración infinita, o al menos sin límite pensable. Y en las “Palabras de la ausencia” (de: “Poesía”, 1951) acepta que “Esta noche de lluvia/ rompe contra los árboles su abanico de vidrio./...../// Y los pájaros cuentan/ que amaneció la niebla sobre los apamates.” La noche es la despedida, la rotura que nos deja con el alma en abandono, por la misma fragilidad del vidrio. Luego las aves relatarán en su canto, cada amanecer, lo sucedido, sin desciframiento posible.
Queda el amor como sucesión de ejemplos llevados por la mano, en simultaneidad, de la vida y de la muerte.
Y lo que más puede doler por una ausencia irrecuperable, como le ocurre a Maruja cuando pierde a los progenitores, es el no poder hablarles, con la seguridad de ser oída, y con la posibilidad de tener diálogo, o de simplemente entrelazar miradas de amor, y aún de compasión.
En la motivación para elegías puede ocurrir lo dicho por Juana de Ibarbourou en conmovedor poema en prosa: “Más cruel que combatir a hombres armados es luchar con los sueños de quienes fuimos propiedad absoluta.” (En: “Diario de una isleña”, XIII)
En síntesis, la poesía de Maruja tiene lazos hacia las vertientes más clásicas y hacia la libertad plena, casi como en un ejercicio cabal de lo que expresó Neruda en nuestra tierra, en el marco de esa memorable primera edición del “Festival internacional de teatro”: si no regresas y te extravías, y regresas de nuevo y vuelves a extraviarte, poesía, ¡morirás!
Y Maruja Vieira vive entre nosotros, con deliciosa felicidad conquistada.