Textos de la autora

MARÍA ELENA

Por: Susana Henao.

Ayer, poniendo en orden la biblioteca de papá, encontré unas viejas crónicas manuscritas, una de las cuales estaba firmada con tinta verde por mi tío abuelo, Ignacio José Londoño, sacerdote franciscano y adjunto a la Provincia de Antioquia, por allá en la década de los 40 o los 50.

Junto al escrito había una pequeña fotografía desteñida que según la leyenda de la espalda había sido tomada el día de su ordenación. Me sorprendió encontrar el manuscrito, pues siempre creí que la vocación literaria de mi familia se había inaugurado conmigo y con dos de mis hermanos menores que también garrapatean por emitas llorones cuando las circunstancias lo ameritan. En la introducción, mi tío daba a entender que esas crónicas eran la continuación de otras anteriores y que muy seguramente, con el permiso y por la bondad del Altísimo, serían continuadas mientras lo acompañaran la lucidez y el entusiasmo por la historia y la cultura.

Comencé a hojear el manuscrito con curiosidad y con un gran orgullo por reconocer mi espíritu en el de mi antepasado escritor, pues fui encontrando datos, detalles curiosos de la historia patria de entonces, semblanzas de personajes (eso sí, todos masculinos), anécdotas oscuras pero reveladoras de nuestro acontecer reciente. Claro que yo habría narrado los hechos de una manera diferente, sin tanto apasionamiento ideológico, sin el propósito de aleccionar a las generaciones futuras, sin tomar partido por nadie y sin juzgar (que eso es tan feo) porque la escritura con moraleja es una forma ya superada por los tigres del cuento de hoy en día; y es más voy a tomarme el atrevimiento de narrar una de aquellas historias a mi manera, como la entiendo y la recuerdo (aclaro que no copio ni robo derechos de autor, sino que me arriesgo al reciclaje). Creo que mi tío decía que aquello había sucedido por ahí corno en el 1952 o 53, en un pueblito de Cundinamarca, muy cerca de la capital. Tal vez el pueblecito fuera apenas un caserío o un corregimiento (no pude saberlo porque el nombre estaba borrado. Apenas se leía --s-tá), con calles empedradas, iglesia, cafés, billares, parque con pileta, estación del tren, cuerpo de bomberos, cancha de fútbol y todo eso que había en los caseríos de aquel tiempo. Eran los años en que los pueblos comenzaron a crecer por la cantidad de gente que llegaba de los campos, sobre todo del Tolima y de los Llanos y de las fincas cercanas que cambiaron de dueño para sembrar arroz, trigo, café, tabaco y caria para exportación. Lo cierto es que un día de finales de junio, llegó al pueblito un circo, el Circo de los Azteca Broders, con su banda de platillos y tambores, con su carpa de color caqui indefinido, con sus perros amaestrados, jaula del tigre, payasos, trapecistas y contorsionistas, con sus negritos peones de pista, con su mago, su ventrílocuo, sus enanos y su bailarina. Se instalaron en la plaza de mercado y el vocero comenzó a anunciar, a grito de corneta, la primera función por todas las esquinas. Planeaban quedarse hasta las fiestas patrias del 20 de julio, cuando se marcharían del pueblo para celebrarlas en Bogotá. Uno de esos días, a la hora en que los artistas estaban almorzando todos juntos llegó un ruso al circo pidiendo trabajo. Cuando el empresario lo hizo seguir a la carpa, los artistas se miraron entre sí extrañados. El ruso había estado merodeando desde hacía días y a ninguno de ellos le había inspirado confianza, tal vez por el tamaño desmesurado de su cuerpo, por las facciones hoscas y los ojos aguados, y por la cara de pleito, casi como de toro, con que miraba a los artistas. El empresario y el ruso hablaron durante un tiempo muy breve, pero cuando salieron sonrientes y se estrecharon la mano, los artistas supieron que lo había contratado. El ruso de todas maneras se quedó sin almuerzo, por la hora, más de las dos de la tarde, y se paró junto a la jaula del tigre, mirándolo fijamente como si quisiera hacerse su amigo aunque el tigre lo miraba como prometiéndole una caricia de su zarpa. Al menos eso entendieron los que se quedaron a hacerle la mala atmósfera al recién llegado. Pero él todavía seguía ahí parado y el tigre seguía ahí echado cuando los artistas entraron para comenzar a preparar la función de las cuatro. El empresario les notó el disgusto, pero les dijo que dejaran al hombre en paz, que lo tomaran como su hermano pues todos debían recordar que el circo sólo podía sobrevivir y mantenerse en los buenos y los malos tiempos si todos se comportaban como una gran familia. Al día siguiente, el ruso comenzó a preparar sus ejercicios, y a veces volteaba para observar a sus compañeros, pero ellos hacían como si no lo vieran, como si él no existiera y se aplicaban a sus quehaceres y entrenamientos. De alguna manera, cuenta mi tío, el empresario planeó sacar ventaja del recelo de sus artistas, y a sabiendas de que no cumplirían con sus requerimientos, les pidió no decir a nadie que la nueva estrella era rusa, pues ya se sabía que era casi una traición contratar personas de esas. El empresario contaba con que la curiosidad de la gente es siempre mayor que su miedo, y que la noticia de un ruso en el circo atraería al público aunque, con toda seguridad, en la iglesia y en las escuelas le prohibirían al personal ir a un circo donde los herejes peligrosos salían a seducir al mundo con maromas inocentes.

Por las mañanas se repitió la rutina durante muchos días, pero el ruso iba ganando espacio. De hacer una pequeña presentación como malabarista, pasó a sostener la cuerda de los trapecistas, a acomodar los espejos del mago, a pasar las sillas, los platos y la flor de la contorsionista. A veces aparecía sin aviso en la pista y levantaba sobre la palma de su mano a alguna de las bailarinas y la elevaba como si fuera de papel. Nadie sabía por qué hacía aquello pero era bueno que lo hiciera porque la gente aplaudía esa demostración de fortaleza. Algunas veces se vestía de payaso y se quedaba junto a los otros y se caía y se resbalaba estrepitosamente cuando parecía que el público ya no reía. Pero de todos modos ninguno de los artistas conversaba con él, pues además de todo, suponiendo que ya no recelaran, sabían que el ruso hablaba una lengua extraña y que era inútil cualquier intento de entendimiento. Por eso se extrañaron tanto cuando comenzaron a notar que algunas mañanas cogía los periódicos y los miraba detenidamente, como si entendiera las noticias sobre los pájaros y los chulavitas o sobre el Estado de Sitio y la pobreza y las masacres que era lo único que se publicaba en aquel tiempo antes de que incendiaran las imprentas liberales. El ruso cumplía con las obligaciones del trabajo y parecía cómodo, pero sobre todo por las noches después de la función nocturna, cuando recogían los cacharros y se iban al hotelito de la señora Tránsito, alquilado por toda la temporada. Cuenta mi tío, que esa era la mejor hora del día para el ruso, pues podía escoger entre quedarse en su cuarto oscuro y hacer del ruido de los grillos una música de fondo para el ritual de abrir la maleta y meter la mano hasta el fondo hasta lograr acariciar un pequeño envoltorio negro que mantenía a salvo entre las medias. O podía salir a caminar por las calles hasta el sitio donde la música y el licor alegraban los espíritus noctámbulos. Cuando perseguía esa música de tocadiscos llegaba hasta las casitas donde los hombres y las mujeres, sin necesidad de preguntar ni hablar, se tomaban de la mano y caminaban hacia las penumbras de unos corredores interminables hasta detrás de la puerta que encerraba juntos el olor del amor y el pachulí.

Pero más que por la lectura fingida o por la calma cotidiana del hombrón los artistas se extrañaron porque se dieron cuenta de que escribía cartas, y que lloviera, tronara o se oscureciera el mundo, iba sin falta al medio día, antes del almuerzo, hasta la oficina del correo a despacharlas. Los artistas comenzaron anotar que escribía día de por medio, y notaron también que los sobres estaban marcados con un sello extraño. ¿A quién podía escribir este ruso con tanta asiduidad? ¿Quién podía ser el destinatario de unas cartas con sobre sellado? Se sabe que los artistas de circo no tienen por qué ir a la escuela, pero también se sabe que esa condición no los hace tontos. Por eso, inmediatamente hicieron una reunión a la hora en que el ruso se embebía en contemplar al tigre y coligieron que las cartas iban dirigidas a su gobierno ultramarino de demonios comunistas y que en ellas comunicaba las noticias que espiaba en el periódico. Cuenta mi tío que toda la poca simpatía que el ruso había conquistado entre los artistas se vino abajo y que comenzó una hostilidad sin nombre contra él. Si antes lo dejaban hacer cualquier cosa, colaborar en cualquier acto, ahora planearon convertirlo en inútil. Conspiraron, porque, dice mi tío, el odio les llegó hasta ese punto en que ya no sirve la indiferencia sino que se debe comenzar a actuar. Entonces fingieron la fiebre paralizante del equilibrista, y le rogaron al empresario que subiera al ruso en la cuerda floja (cosa que a él nunca le entusiasmó, seguro por lo pesado y grande), y soltaron la red para que si llegara a caer (lo más probable) llegara hasta la pista y se quebrara las piernas o el espinazo y tuviera que abandonar el circo para siempre. La conspiración también incluía el espionaje y por tanto comisionaron a la enanita más pequeña del mundo para que lo siguiera, y se hiciera la bobita y mirara el nombre escrito en los sobres. La enana les dijo que no fueran pendejos, que ella podía espiar todo lo que quisieran, que se podía meter por cualquier rendija de su cuarto, pero no podía hacer lo que le pedían porque no sabía leer. De modo que en el fondo nada cambió, a excepción de que el ruso reemplazó dos días al equilibrista en la cuerda floja, como si nada, como si esa hubiera sido su especialidad desde el principio. Dice mi tío, con sorna, que antes les salió el tiro por la culata, pues como el ruso tuvo que ponerse la ropa del equilibrista que era más pequeño que él, en las funciones las mujeres se quedaban con la boca abierta, no sabe mi tío si escandalizadas o maravilladas por el impudor con que se dejaba a la vista su potencia.

Supongo que fueron días de verano los de esos junio y julio, pues si no hubiera sido así, mi puntilloso tío habría dicho algo sobre los aguaceros o sobre la molestia de las goteras en la carpa o sobre el ruso secando las sillas antes de que llegara el público. A todas luces, la conspiración de los artistas fracasó y el circo siguió dando sus funciones diarias a las cuatro y a las ocho con entrada gratis para los niños durante los fines de semana; el ruso siguió arrancando aplausos vestido con las ropas estrechas de cualquiera de los artistas, y los artistas siguieron con sus dudas sin atreverse a decir nada al empresario que obviamente trataba al ruso como su principal tesoro.

Pero ninguna rutina está a salvo de los imprevistos del tiempo, y sucedió que llegó el momento propicio para que el circo metiera sus trastos en dos camiones más el furgón con la jaula del tigre, y enderezara con rumbo a Bogotá. Estaban cerca del 20 de julio y de las fiestas de agosto. Es decir, el circo con el ruso, el empresario y los artistas estaban a puertas de un banquete opíparo, pues la gente, pobre o rica, vieja o joven, hombres y mujeres, mala, buena o lo que sea, en tiempos de fiesta siempre se bota a la calle y asiste a los espectáculos de masas ¡y para qué dudarlo!, el Azteca Broders siempre había sido un espectáculo digno de atención. Todos estaban nerviosos, hasta el ruso con su sangre fría de culebra traicionera, pero no se podía negar que les fue bien. Llegó el momento de la calma, el circo triunfaba en la capital a pesar de las noticias de un posible golpe de Estado al presidente Gómez, a pesar de los tiempos tan raros y los cuentos de los cortes de franela y los cortes de corbata que contaban y pormenorizaban los enemigos maliciosos del gobierno. En vista del éxito del espectáculo, los artistas comenzaron a sublevarse, a pedir mejoras salariales y relevos en las funciones, pero el empresario, con la sabia filosofía de siempre, los convencía de que ellos eran una alternativa cultural de bajo precio y que en el mantenimiento de entradas a precio popular residía la clave de su supervivencia. Los artistas siempre se acomodan a todo, según dice mi tío, y pensándolo bien, qué sería de ellos sin el circo, qué sería de ellos sin el público, qué sería de ellos sin su empresario que sin duda es el hombre que mejor sabe siempre qué es lo que conviene.

Pero aparte de todo eso que es parte del ser del circo, cuando las dificultades internas se arreglaron, apareció en toda su inconmensurable magnitud el problema del ruso. Los artistas notaron que seguía leyendo los periódicos y escribiendo cartas en sobres sellados, pero ya no las llevaba a la oficina del correo. Ahora que estaban en la capital, el ruso iba hasta el corazón de la ciudad, hasta el corazón del país, y entregaba sus cartas al portero del Capitolio mismo. La necesidad de conspirar volvió a ser urgente para los artistas. En la cercanía del 20 de julio era un deber más que patriótico desenmascarar al traidor. Sólo que no encontraban cómo hacerlo, y entonces decidieron ir en masa e interceptarlo en su camino al correo y pedirle la carta o hasta tomarla por la fuerza si el ruso oponía resistencia. Cuenta mi tío que así, efectivamente, lo hicieron, lo alcanzaron justo en el momento de entregar el sobre al portero y pidieron verlo. El ruso sonrió, ¡cínico desvergonzado!, ¡serpiente sin sentimientos y sin miedo!, ¡mercenario entrenado para no sufrir! El hombrón entregó la carta a sus compañeros sin rechistar, ni resignado ni temeroso, porque aparentemente la entregaba con gozo. Fue el mago, pequeño sin su sombrero de copa, porque estaba junto al cuerpo enorme de su víctima, el que tomó el sobre y leyó despacio, señorita Marielena Vásquez, Capitolio nacional, Atención de Don Gonzalo, jefe de obras y mantenimiento. Los artistas no sabían qué pensar, estaban maravillados de la estratagema del ruso, pero sabían que si leían el contenido de la misiva podrían, al fin, revelar sus intenciones. El ruso parecía complacido aunque no entendiera el súbito interés de sus camaradas por sus asuntos privados, ya que siempre habían demostrado tanta y tan cruel indiferencia. Pero no se trataba de entender nada porque era el momento de la verdad punta tal como ella era. Cuenta mi tío que el momento era casi oracular. Todos estaban a la expectativa, y entonces, tuvo que ser el portero el que comenzara a leer: "Estimada señorita Marielena, la presente para desearle que se encuentre bien de salud y para comunicarle que me encuentro bien y deseoso de que para los finales de este agosto agarremos camino para donde yo le prometí. Sin más que decirle, sino lo que usted ya sabe, que este siervo suyo la adora y la venera, se despide atentamente, su enamorado Gabriel. P.D. Tuyo es mi corazón."

Creo que todavía hay mucho que contar, pero la crónica de mi tío acaba en ese punto, porque para él quedó claro que la lectura de la carta se erigía en demostración suficiente y necesaria, para los artistas, de que el ruso no era espía, que ni siquiera era ruso pues escribía en español, que no era enemigo ni nada malo, que sólo era un pobre diablo enamorado, feo y sin trabajo, grande y tan manso que ni los tigres notaban su presencia. Pero eso es lo que piensa mi tío, no lo que pienso yo. Yo creo, tal vez por mi imaginación loca de literata, que la carta era un despiste, así como su silencio y como todo lo del ruso. Creo que no es posible saber a ciencia cierta, si nadie le siguió la pista después de la temporada de agosto, si el ruso era un agente de un país que acababa de terminar su misión y que necesitaba una nueva identidad, o si como, de algún modo, da a entender mi tío, era un agente ruso venido a menos, y que por tanto su gobierno lo abandonó en medio de sus enemigos.

De todos modos lo que yo piense no importa pero sobre todo por una razón: si la crónica de mi tío se quedó inédita hasta hoy, yo voy a encargarme de que así permanezca.

 

Última actualización: Viernes, Junio 22, 2012 11:46 AM
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