UNA POSTAL PARA GUSTAVO COLORADO GRISALES
Por: Rigoberto Gil Montoya
Según las observaciones de Ricardo Sánchez, ameno cronista por cuya palabra sabemos de la Pereira cotidiana de comienzos de siglo, cuando los aldeanos exigían más farolas para iluminar las pocas calles empedradas, asistir al espectáculo del mercado en la Plaza de Bolívar pertenecía al orden de las cosas inolvidables. Hace él una descripción minuniciosa sobre los productos que allí vendían y sobre la organización que existía en todo el ámbito del mercado que convocaba a comerciantes y consumidores de los pueblos vecinos, pero en particular a lavanderas, amas de casa, campesinos y agiotistas. Cuando uno lee sus descripciones no puede menos que pensar en aquellas cartas de relación firmadas por Hernán Cortés sobre la conquista de México, cuando describe el barullo y la inmesidad de los mercados aztecas y confiesa, ante la exuberancia, no poseer palabras para nombrar una realidad enteramente ajena a sus coordenadas extremeñas. En ambos cronistas permanece el asombro por el ruido de plaza, por las voces farfullantes y las palabras atropelladas que buscan un acomodo en el ámbito del diálogo. ¿Qué se hicieron esas voces ¿Lograron escapar a las trampas que tiende nuestra historia de yerros y olvidos ¿Se habrán convertido acaso, a fuerza de anonimatos y silencios, en las voces que hoy pueblan nuestras calles, a la espera de un sitio menos oscuro para pronunciar la sílaba que las haga más tangibles y las valide aunque sea por segundos. La historia, como rumor, sigue empecinada en admitir su curso.
Se diría que el trabajo periodístico de Gustavo Colorado Grisales, un muchacho de gruesos lentes que decidió abandonar Sabaneta a mediados de los años setenta para arribar a la aldea perpleja aún por la mesura ingeniosa del joven Luis Tejada en los inicios del veinte, se apropia del eco de aquellas voces insinuantes, busca personalizarlas en medio del caos e intenta, desde la palabra objetiva aunque salpicada por el gusto estético de lo literario, construir la historia individual de los seres marginales. Se diría que su experiencia como traficante del rock y temprano comprador de flores y duraznos para endulzar algún cuerpo de senos delicados, le han aguzado los sentidos a fin de embriagarse de ciudad habitada, escindida, tras sus moles y desperdicios, en medio de la congestión y los decibeles intensos que le permiten descubrir los latidos e inflexiones de los héroes de su tiempo: empleados de oficina, travestis, billaristas, portoneras, profesores jubilados, basuriegos y, en palabras de Jorge Zalamea, "toda la horda innumerable de los consuntos".
Fiel al sentido de oralidad, Gustavo Colorado va sobre el pavimento masticando signos de puntuación, inflexiones y giros apropiados para no distorsionar la voz que le compartíó aquella historia de pijos y conejitas, de rezanderos y desterrados por la violencia y de cuarentones con sus dientes amarillos que beben tandas de cerveza en "El Pavo", club de los corazones desterrados, como si entendieran que, a pesar del mal aliento, primero está la soledad y después un acaso envuelto en el escupitajo con gotitas de sangre.
También como gurú de las sectas que atienden en Lovecraft, en Dashiell Hammett, en Sábato, en Bukowski, en Edgar Rice Burroughs en Tom Wolfe y en Thomas Pynchon llamados de luz para descifrar la metáfora del mundo, encontramos a este cinéfilo picado por el cáncer de la vida que inspira color en el discurrir de fotogramas, sentado con nostalgia en las butacas de los Teatros Karká o Centenario, queriendo percibir en los ademanes de Tony Manero un rumbo para su vida y un resto de gomina para su próxima conquista, ahora que las luces de neón consiguen embriagarlo y le señalan el mapa de la ciudad hervorosa, atestada de fantasmas e historias inconclusas, cada vez más complejas, en la medida en que la ciudad al inaugurar otro puente, al cerrar una esquina o al derribar este muro, convida otros símbolos y traza más rutas donde la voz marginal, siendo mayoría, alienta el soplo de la vida .
Nervioso como es, inquieto en el fondo de sus ojos hundidos acostumbrados a las historias de papel, tras el fino humor heredado de Serrat -una suerte de sabio catalán-, tarareando alguna canción de Joaquín Sabina o Eric Clapton, Gustavo Colorado Grisales desciende cada mañana de la Vereda Agua Azul a la caza de una historia que le haga más soportable la suya y le permita descifrar los bemoles del mundo contemporáneo, polifónico y escindido, para de este modo afinar sus neuronas lingüísticas y bajar un poco más tranquilo al sepulcro. Al fin y al cabo, musita Luis Fernando Mejía en la Resurrección de los relojes clausurados: "Cuando la ciudad me sobreviva/ para olvidarse de mi nombre;/ la llamaré desde el fondo de la tierra/ con mi voz de raíces".