Textos del autor Juan Carlos Acevedo Ramos

Vendedora de soles

Una flor en las manos de una niña es una lámpara, lo

supo entre campos de margaritas silvestres, era la época
del maíz y del café. Después la guerra y el horror, el
espanto y la huida. Sus manos acostumbradas al trigo
maduro y al agua limpia no supieron hacer otra cosa, y
la soledad de las calles la arrojó al silencio. Vende fl ores
en el parque central.
Una noche, sus manos -iluminadas por un girasol- resplandecieron
en la cantina y don alfredo conoció el amor. Ella
le ofreció un ramillete de astromelias y él quiso comprarle
su amarga sonrisa de días sin pan. La mujer vende flores,
fl ores que en sus manos son heridas de una historia que
no eligió vivir.


Oración en los trigales

Como adentrarse en un desierto de harina para luego

saciar la sed bajo la leche blanca de una cabra, este anciano
hunde sus manos sobre la masa blanda. Su ofi cio lo
realiza desde el altar de los trigales, bendice el amanecer
y eleva oraciones antes de que la luz del sol acaricie el
campo de centeno.
En su taller crecen los sueños de las gentes simples y por
unas monedas borran amargas horas de sus rostros.
Señor de los molinos, tú que ahuyentas el hambre de
nuestros hogares con el más sencillo de los alimentos y
nada pides a cambio, bendigo tu oficio de hacedor de
esperanzas, bendigo tu taller blanco, despensa para el
hambre del tercer mundo, y escribo esta oración para tus
días sin descanso.
Reparador de sueños

Bajo el imperio del insomnio aprendió a encender el
carbón que chispea en el lápiz. Ese destello de fuego se
hizo línea e inició el rito del silencio. Alcanzaba la edad
de los metales cuando el canto de un cardenal devastó
la madrugada. Los años se hicieron polvo bajo su lápiz,
la luz del carbón se hizo grito y un viento frío silbó en el
valle del Cauca Medio.
Poco a poco aprendió su oficio, agudizó los sentidos,
afiló el lápiz, recortó la madera. Atento robó aullidos,
llantos, huellas, olores y estelas de fantasmas que más
tarde almacenó entre hojas de tabaco. Las palabras hechas
artefactos, los trazos grises del carbón hechos senderos
y la historia hecha palabra revelaron su oficio: reparador
de sueños.
Leyenda bajo el olor de un pebetero
I
Bajo el olor agónico de un pebetero lo observo trabajar.

Una canción popular vibra en la atmósfera de su taller.
Las horas se pierden entre revistas de historietas y hormas
y duendecillos invisibles. Mis años no suman la edad del
colibrí y el letargo de febrero se hace más dulce en su
compañía. El olor del cigarrillo y su voz de radio viejo
me llevaban por mundos imaginarios.
Sencillo como el trigo y necesario como el pan, este hombre
practica el viejo oficio de remendar nuestro calzado;
el viejo e inútil oficio de prolongar nuestras huellas sobre
el agua. Empeñado en borrar nuestro pasado curvó su
espalda y su sombra para siempre.

II
Cada martes, mientras la tarde pendía de una aguja y el olor del pebetero

moría sobre el cielo raso, me enseñaba el mundo mágico de los héroes
de papel, abría la tapa de un baúl, que mi memoria recuerda como un
cofre lleno de tesoros, y me obsequiaba una revista de aventuras.
La infancia guarda secretos que la vejez reclama.
Mis zapatos escolares, los tacones de madre y un par de botas de padre
eran la excusa para adentrarme en el mundo silencioso del papel y la
empresa de remendar nuestros pies este hombre la ofrecía a unos dioses
que yo desconocía.

III 
Llegó el tiempo del deshielo y nuestros caminos se cortaron. Su cuerpo

jorobado se evaporó tras el limpio olor del pebetero de cobre y mis huellas
sobre el agua también.
La infancia guarda secretos que la vejez reclama, y este hombre reposa
entre hojas de papel descoloridas donde remienda desde siempre mis
sucios zapatos de la escuela.
Cisnes del silencio

Los muchachos alegres en los parques, ebrios en las esquinas

Y aburridos en las j-aulas de clase hablan el lenguaje del desierto.
Las palabras estropeadas en sus bocas ya no cantan.
No pueden. No conocen. Olvidaron.
Basta. No les pidas nada. Solo brindan por sus muertos.
En su historia no está mayo del 68,
Ni el horror del palacio en el 85,
Ni la caída del muro.
Los muchachos
-Desalmados cisnes del silencio-
Transpiran el olor metálico de la calle que los olvida y los devora.
No le pidas llamas a sus voces.
Las palabras son ceniza en sus bocas

Carta del navegante

“Alguien me ha dicho
Que al final de esta calle
Encontraré unas manos”
FERNANDO ARBELÁEZ

Uno le apuesta a la vida y debe pagar un precio.
Este devenir entre hoteles, aviones o autos,
Esta magia de conocer pasajeros
Siempre ajenos a la música de las hojas;
Este sueño o manía
De hablar más con sombras que con hombres.
Uno le apuesta a la vida y gana.
Pero ella te recuerda el saldo de adioses,
De amigos de ocasión y amores de fiebre en carnaval.
Uno le apuesta a la vida y vaya sorpresa cuando reclamas el premio
Y descubres que los demonios siguen allí y los fantasmas también.
Uno le apuesta a la vida y nadie te dice
Que el sueño jamás volverá a tus manos,
Tampoco habrá quién te salve los domingos,
Ni mucho menos beberás leche de mujer
Para alimentar el niño que no sabe hacer
Otra cosa que tejer palabras.

Uno le apuesta a la vida
Y puede recoger una amante al fi lo de la espada,
Un amigo encargado de espantar los pájaros de la angustia
Que anidan en nuestras lágrimas,
Y un jardín –que sin saberlo- sembraste en hojas de papel.
Uno le apuesta a la vida
Y en los bolsillos llevas dinero suficiente para el juego
Donde siempre ganas más soledad
Y el vacío de las madrugadas de abril.

Última actualización: Lunes, Enero 26, 2015 8:25 AM
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