Jaime Ochoa Ochoa: el profesor y la biblioteca

Como un viejo relojero toma el objeto entre sus manos, lo abre, lo huele, lo escudriña, le descubre sus defectos y le resalta sus bondades. Entre más vieja sea la edición del libro, de la revista, el catálogo o el folleto, mayor será su satisfacción, porque nadie como él para precisar el valor histórico de lo adquirido. Es maniático con aquello de señalar la fecha de edición, en qué taller se imprimió el material y en qué lugar nació el autor. Y sabe tantas cosas de cada uno de ellos, que el primero en sorprenderse es el autor mismo, cuando va y lo visita en su biblioteca y él extiende sobre la mesa recortes de prensa, reseñas, alusiones o datos insospechados. En solitario, el coleccionista examina, clasifica y registra el material en sus archivos electrónicos. Optimista, vuelve de nuevo a la calle, como un cazador insaciable.

 Es imposible ignorarlo cuando va por la séptima de Pereira, ensimismado. Su cabello cano, sus lentes redondos, su rostro marcado por las arrugas del que vive pensando, me recuerdan la imagen de Walter Benjamin, con su cuerpo arqueado, fijos sus ojos en los libros que consultaba en las bibliotecas de París, mientras su mano, blindada por el aura, hacía anotaciones milimétricas en un cuaderno de notas: descubría los misterios de París en los ojos iluminados de Baudelaire. Benjamin se erige símbolo del investigador moderno, obsesionado con el deseo de comprender los signos de los tiempos en los bulevares y tabernas recorridos por el poeta de las barricadas. De esa obsesión emana el espíritu excéntrico del profesor Ochoa y cuando hablo de excentricidad hablo de individualidad, ese lugar afortunado para vivir en soledad, para caminar las calles en busca de cosas cargadas de sentido.

Sólo a un excéntrico, de espíritu elevado, se le ocurre dedicar su vida a coleccionar documentos y materiales que le interesan a muy poca gente. Porque no se trata de coleccionar las obras de un premio Nobel traducido a cientos de idiomas, ni las cartas privadas que Hemingway escribía a sus amigos desde regiones inhóspitas, ni las obras de Picasso que regalaba a sus trabajadores más humildes y que hoy se subastan en millones de euros. Lo del profesor Ochoa es humilde y menos ambicioso, porque él ha dedicado su vida a coleccionar la memoria escrita de lo que en su momento se llamó el Gran Caldas, y que hoy, en tiempos de la corrección política, se identifica con el Eje Cafetero.

Lo básico sería pensar que no existe esa memoria escrita de región o que si existe, carece de valor, es insustancial, como tantas otras cosas en un país centralista y desmemoriado como el nuestro, al vaivén de las componendas de partidos, algunos de cuyos miembros, clasistas e incultos, son los responsables de que el patrimonio cultural de los colombianos termine disperso en museos y bibliotecas del mundo. Digamos que para extasiarse con parte de la fina orfebrería de los Quimbaya, hay que ir hasta el Field Museum de Chicago. No me sorprendería que para indagar sobre las Fototipias de Urbano Cañarte de Luis Carlos González, o para revisar los contenidos de la Revista Semanal Ilustrada Variedades, dirigida por un pionero del periodismo local, Emilio Correa Uribe, los investigadores, sociólogos y especialistas de las próximas décadas, tengan que desplazarse a un centro de documentación en Berlín o Sri Lanka.

El profesor Ochoa Ochoa es tan excéntrico, que sólo en su biblioteca puede llegar a tener ocho veces (o dos veces Ochoa) lo que las bibliotecas de los tres departamentos del Eje Cafetero tienen exhibido en sus anaqueles sobre lo publicado en la región desde el siglo XIX. Si exagero con la cifra, no exagero en cambio al pensar que sólo él posee ediciones de poemarios, novelas, cuentos y ensayos que ni siquiera poseen sus autores. Ninguna de esas bibliotecas y ninguno de los bibliotecarios de esta región (salvo Nidia Martínez, la dama de las camelias librescas), comprende lo que el profesor Ochoa guarda en esa biblioteca que un funcionario público, educado en una no menos excéntrica especialidad –la de los Recursos Físicos–,  apenas se le ocurre llamar “una bodega de libros”.

Como todo excéntrico, el profesor Ochoa sufre a causa de sus obsesiones. Su biblioteca, su centro de documentación que tanto ha servido a la labor de investigadores y especialistas de distintas disciplinas, se ha convertido en un pesado libro de arena para él, porque quienes coleccionamos libros, sabemos que las bibliotecas terminan por desplazarlo a uno de su casa. Los libros pesan, ocupan espacio, guardan bichos y como en una suerte de maldición pronunciada por el fraticelli Jorge de Burgos en la abadía benedictina, se convierten en un gigantesco nido donde empollan nuevos hongos que menoscaban la salud del coleccionista, como si la sabiduría fuera privilegio de unos cuantos enfermos. De modo que el sufrimiento tiene varias facetas y en el caso del profesor Ochoa las facetas son múltiples, ahora que le ordenaron desocupar uno de los cuartos del antiguo edificio de Rentas Departamentales, ubicado en una esquina de la Plaza Victoria, donde estaba parte de su biblioteca.

Si en su momento los “agáchese” –esa venta de libros a ras de las alcantarillas, ese mercado informal del reciclaje– eran el símbolo de los inesperados circuitos en los que terminaba circulando la memoria escrita de la región, ahora la biblioteca del profesor Jaime Ochoa Ochoa es un símbolo más contundente aún de ese destino del desplazamiento que Melquiades no podrá registrar en sus pergaminos, a falta de un taller donde consultar los documentos de la Historia. Hablamos de una biblioteca indeseable, sin lugar, de una bodega de libros, de un basurero, como suele llamarla el profesor Ochoa con ternura irónica.

Ruego a Sancho Panza, protector del Caballero dañado por los libros, que al profesor Ochoa Ochoa no se le ocurra seguir los mismos pasos de otro excéntrico, el profesor Kien, ese íntimo personaje de Elías Canetti, cuyo angustia vital lo llevó a incinerarse en su propia biblioteca. Sería injusto que algo así pasara, cuando en verdad ese desalojo de un edificio oficial, donde sólo se observa el rictus desconfiado de un vigilante y se siente el fardo de la burocracia de provincia, es una oportunidad que da el delicado azar para proteger la biblioteca de la indiferencia estatal. Porque cabe preguntarse: ¿qué ha pasado con la biblioteca del escritor Eduardo López Jaramillo, algunos de cuyos ejemplares, firmados por él, pueden adquirirse en las librerías de viejo.

No creo que las administraciones locales, expuestas al capricho de las intrigas políticas, estén preparadas para darle categoría de patrimonio a lo que ahora sólo se lee como una “bodega de libros”. Así que ese desalojo de los libros del profesor Ochoa Ochoa es una buena señal de que la biblioteca, con quince mil volúmenes de distinta factura, no terminará al nivel de las aceras y las alcantarillas.

 


Última actualización: Lunes, Septiembre 22, 2014 5:16 PM
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